Por: MakaBrown
Estaba cansado, pero sabía que no podía detenerme nuevamente. Los pies los tenía llenos de callos y los tenis estaban deshechos. Ya no tenía hambre. La naranja que me habían regalado en el último puesto hizo que me dieran las fuerzas suficientes para seguir.
Oscurecía y San Juan se veía cada vez más cerca. Aunque cada paso que daba parecía como si tuviera plomo en los pies. Las rodillas estaban a punto de estallar y mi cabeza no hacia otra cosa que pensar estar frente a la Virgen para cumplir con la manda que tenía pendiente desde ya varios años.
Algunas personas rezaban y otras guardaban silencio. Otras se quejaban y otras platicaban. Yo solo pensaba y
pensaba. Y justo cuando me encontraba más abstracto en mis pensamientos. Alcancé a escuchar los pasos de alguien que caminaba lentamente. Era una chica, que traía una cobija por la espalda y un pañuelo en la boca. Se veía triste y verla llena de polvo toda la cara hacia que se viera un cuadro todavía peor.
¡Ya mero llegamos, échale ganas!, le decía mientras la emparejaba en el camino. Pero como respuesta solo obtuve su triste mirada. No me decía nada con su voz. Pero alcanzaba a leerle el pensamiento. La manda por una enfermedad en su casa, la hacían una mujer fuerte que no pararía hasta estar frente a la santísima.
La rebasé y seguí caminando, quería acompañar a alguien, pero las personas que me habían tocado en el camino,
pareciera que querían caminar solas, para poder rezar en paz. Alcancé a unos jóvenes, y fingieron no verme. No estaba seguro si era por mi apariencia, o simplemente porque andaban en su onda.
Decidí seguir mi camino yo solo. Mi mente estaba llena de tristeza y soledad. Aunque con la esperanza de estar
cumpliendo mi manda. Les platico, que prometí hace más de ochenta años llegar con la virgen para agradecer la salud que le regresó a uno de mis hijos.
En el trayecto, cerca de la ermita un trailer sin avisar nos llegó de lleno al grupo de sanjuaneros que caminábamos
por la orilla de la carretera. El ruido era ensordecedor. El llanto, los gritos, la gente retorciéndose entre las llantas.
Yo no sentía nada. Me limpié la cara y fue cuando me di cuenta que mi cráneo parecía un rompecabezas. Conseguí acomodarme un poco los huesos, pero mis piernas hicieron que volviera a sentarme. Mis piernas estaban echas pedazos, al igual que mi columna vertebral.
Desde esa noche, todos los días intento llegar hasta la virgen de San Juan. Cada año avanzo unos cuantos metros,
pues la gente se asusta cuando me ve -los que consiguen verme-. Los que me sienten solamente me rezan y rezan,
pidiéndole a la Virgen por mi alma, para que algún día me permita descansar en paz.