
Irapuato, Guanajuato.- En un pequeño hogar donde el ruido cotidiano se mezcla con los recuerdos que duelen, vive un hombre que hace una década tomó una decisión que cambió su vida: criar solo a sus dos hijos.
Cuando Joel se separó, los niños tenían apenas dos y cuatro años. Hoy tienen 12 y 14, y aunque ya se acostumbraron a la vida sin su madre, el peso de esos primeros años todavía se siente en ciertos silencios.
“Uno solo está difícil”, dice él, sin dramatismos, sin adornos. Lo dice como quien se acostumbró a cargar cajas pesadas sin pedir ayuda. Su madre es su sostén: la que cuida, la que cocina, la que va a las juntas de la escuela porque él, rodeado de mujeres, se siente fuera de lugar. En ese apoyo encontró un respiro. “Si no, sí estaría más ca…”, admitió, bajando la voz para no sonar derrotado.
La madre de los niños se fue sin mirar atrás. No los ve. No manda dinero. No pregunta. La ausencia es total, fría, tajante.
“Yo pensé que era broma” recordó él sobre el día que se llevó a sus hijos. Esperaba gritos, resistencia, reclamos. Pero ella simplemente los dejó ir. Dejó ir todo.
Y entonces vino la parte más dura: la crítica de su propio padre.
Volver a casa con dos niños pequeños y el peso del fracaso matrimonial fue más terrible que las noches sin dormir.
“Lo más difícil fue mi papá”, confesó, esa figura rígida, ya mayor, acostumbrada a que “eso no pasaba antes”, lo juzgó sin entender.
“Él no sabe cómo fueron las cosas… nomás cree lo que imagina.”
La culpa siempre caía sobre él. Por eso evitaba coincidir en la mesa, por eso prefería esperar a que su padre terminara de comer.
Hay heridas que no se gritan, se evitan.
Criar solo nunca fue su plan, ni su idea de vida.
Los primeros días fueron un derrumbe.
“Se junta todo, la separación, no saber qué hacer… es un bajón bien cabrón.”
Él pudo haberse ido de fiesta, a la pisteada, a olvidar. Pero no. No había tiempo para caerse. “No tienes el lujo de tirarte a la depresión”, dijo el padre Y tiene razón: alguien tenía que levantarse a preparar mochilas.
Con el tiempo, sus hijos se adaptaron. El más grande a veces pregunta por su madre, pero menos que antes. El más chico no tiene recuerdos de ella. Lo que dolió al principio hoy es normalidad.
Las críticas de fuera también pesan. La gente siempre opina, siempre sabe mejor, siempre pregunta por la mamá.
“Al principio yo cambiaba el tema… no me gustaba hablar de eso”, admitió el “papá luchon”;
hoy ya lo dice sin esconderse, aunque todavía mide sus palabras dependiendo de quién pregunte.
Las fechas escolares son un recordatorio más de lo que falta.
El Día de las Madres es un día que simplemente no existe en su casa. No manda a los niños a la escuela ese día.
“Que vaya mi abuelita”, dicen ellos en los festivales. Y así va, con la dignidad silenciosa de quien sabe que su presencia cubre un hueco que no le tocaba.
En casa es estricto, responsable, presente. Afuera, dice él mismo, “soy un desmadre”. Tiene amigas, cotorreos, pero nunca lleva a nadie a la casa. Nunca ha permitido que otra mujer atraviese esa puerta. No quiere confundir a sus hijos, ni herirlos, ni repetir dolores.
La vida no fue sencilla. No lo es ahora. Pero él camina con una mezcla de cansancio y coraje, sosteniendo una historia que pocas veces se ve y casi nunca se cuenta: la de un padre que se quedó, que crió, que cargó, que no huyó.
Diez años después, lo ha logrado.
A veces apenas, a veces con miedo, a veces con dudas.
Pero lo ha logrado.
Y en un país donde siempre se exalta a la madre ausente como guerrera y al padre ausente como irresponsable, su historia rompe el molde:
Porque él sí se quedó, porque él sí asumió,
porque él, desde su silencio, es el tipo de padre del que nadie habla, pero que sostiene al mundo.