Por Esaú González
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Irapuato, Guanajuato
Iba de camino a su casa, vivía en una colonia sencilla, es mas, una zona considerada con grandes conflictos sociales por la delincuencia y grado de marginalidad de algunos de sus habitantes; entre ellos Agustín Rodríguez destacaba, no por el sitio en el que vivía, sino porque era socorrista de la Cruz Roja y después de 30 años de servicio, aún seguía enseñando que ayudar es lo primero.
Ese día Agustín viajaba en su bicicleta como lo venía haciendo desde hace muchos años; alrededor de 1980 ingresó a las filas de la Cruz Roja como un sueño que tenía, según sus hermanas que recordaban a un niño de 10 años que no paraba de jugar con una ambulancia de juguete en la que se veía manejando.
El sueño paso a ser una realidad y por más de tres décadas fue el chófer de ambulancias y paramédico de una institución en la que decían sus compañeros, “era un gran maestro que no se metía con nadie”.
Agustín se desbalanceó de la bicicleta, cayendo al suelo, de ahí fue llevado a la clínica del ISSSTE y minutos más tarde terminó su travesía con una muerte anunciada que dejó perplejos a sus amigos, familiares y compañeros, pues era tranquilo y sonriente, aparentemente no estaba enfermo.
Recoge sus huellas
Eran poco antes de las once de la mañana, en el interior de un ataúd blanco, estaba recostado el cuerpo de Agustín Rodríguez y a su costado su esposa e hijo de nombre “Lalo”; los restos aunque inertes tenían tanta vida, pues había, reporteros, políticos, socorristas, rescatistas, amigos, hermanos, vecinos, todos ellos lo conocían simplemente como “Agus”.
La colonia San Gabriel y su templo le daban las condolencias a la familia; al salir de una misa de cuerpo presente, las nuevas generaciones de rescatistas caminaban, algunos de ellos con ojos llorosos, otros pensando posiblemente que realmente el servir a los demás sin esperar nada cambio, valía la pena.
La realidad, era que Agus había dejado huella; la caravana de ambulancias llegaron a la Cruz Roja y ahí los aplausos, sonrisas, miradas de tristeza, guardias de honor, dieron cuenta, cuando a un hombre se le llora, no por su físico o palabrerías, sino por su ayuda a los demás.
QEPD