Se despertó tan temprano como pudo. Aunque hubo festival, no participaría, por lo que prefirió quedarse en casa. A fin de cuentas valdría la pena.
En lugar de ir directo al refrigerador como todas las mañanas -que no asiste a la escuela-, buscó a la Princesita Sofía. Una alcancía mediana, llena de ilusiones y monedas (y billetes).
Con esa paciencia que solamente tienen las mujeres -de niñas-, moneda tras moneda… billete tras billete, las sacó por el agujerito. La cantidad era lo de menos -sin contar los trescientos ochenta que le debo-.
-¡Mira papá!, se acercó hiperfeliz enseñándome un monedero con su tesoro.
-¿De dónde lo sacaste?, le pregunté.
-Son mis ahorros, me contestó sonriendo.
-¿Rompiste a la Princesita Sofía?
-No papi, las saqué por el agujerito.
-¿Y para qué quieres ese dinero?
-¡Para comprarle algo especial a mi mamá!.
-La abracé tan fuerte que casi le rompo los huesos. Una lágrima imposible de contener me delató.
-¿Por qué lloras papi?
– Porque no sabes, que lo más valioso para tu mamá eres tú y tu hermano.
– ¡Anda… ve a felicitar a tu mami!… del regalo no te preocupes, ¡¡el regalo eres tú!!!…
– Subió corriendo las escaleras mientras se me perdía de vista… ¡Mamaaaaaaá!…
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