Habían pasado más de quince años de que termináramos la carrera como ingenieros en minas. Yo conseguí trabajo en Zacatecas, mientras mis compañeros de la facultad se quedaron a vivir en Guanajuato. De hecho por las mismas cuestiones laborales que tanto tiempo nos absorbían ninguno de nosotros se había casado por lo que hicimos una reunión de solteros en la casa del “Cobra”, quien seguía habitando la casa que teníamos desde estudiantes.
Llevamos cervezas, y para recordar viejas épocas preparamos un “agua loca”, que en realidad era más alcohol que horchata. A pesar de que ahí había lugar para quedarme, cuando terminó la reunión decidí irme a la casa de mi tía Laura que me había dado hospedaje.
Bajé por el callejón del Chilito hasta Terremoto y ahí estaba la banda. Los mismos vagos de aquel entonces, sólo que se veían más acabados, más madreados por tanta droga y alcohol.
“¡Eyale cuñao!”, me dijo el hermano del Simón. ¿Ya no te acuerdas de la banda?.
“Claro, claro cuña´o”, le dije.
“¡Rola pa´ las caguas! ¿qué no?”.
Me metí la mano a la bolsa del pantalón y justo cuando sacaba unas monedas, sentí un filo helado que atravesaba mi espalda.
Apenas alcancé a voltear y pude ver un chico… tendría unos catorce años. No lo reconocí. Vi la cara de asombro del hermano de Simón.
“¡¿Qué hiciste?!, ¡¿qué hiciste…?! No ves que es un camarada”, le reclamaba al joven banda mientras todos pegaban carrera por el callejón del Chilito.
El dolor era intenso y la sangre escurría por los escalones de aquel callejón. Cuando sentí que perdí todas las fuerzas y estaba a punto de cerrar los ojos se acercó una sombra.
Era una chica. Tendría unos veinte años a lo mucho.
“¡Estarás bien!”, me decía mientras me ayudaba a levantarme.
Se quitó el suéter y me lo puso en la espalda para taponear un poco la herida.
“¡Vamos a la Cruz Roja!”, me ayudó a ponerme de pie y a paso lento atravesamos todo el Terremoto. Eran las tres de la mañana y no había un alma que pudiera ayudarnos. Llegamos hasta la Alhóndiga y de ahí a la delegación de la Cruz Roja. Se me hicieron como mil kilómetros cuando estaba apenas a unos doscientos metros.
Entramos a urgencias, pero no había un sólo socorrista que pudiera ayudarnos. Fue cuando supe que la chica era estudiante de enfermería. Se metió al consultorio, tomó unas gasas, inyecciones y vendas y me curó.
Yo permanecía acostado en una de las camillas de la Cruz Roja, mientras la chica no paraba de llorar. No entendía porque seguía llorando si ya no tenía dolor. De hecho me sentía mejor que nunca.
“¿No me has dicho tu nombre?”, le pregunté a aquella estudiante de enfermería.
“Alma… me llamo Alma”, me contestaba sin parar de llorar.
“¿Pero por qué lloras?, le dije.
“Es que… me tengo que ir…”.
Y así, sin decir más salió corriendo de la delegación.
No entendía lo que pasaba. Era una chica muy guapa y me extrañaba tanto que estuviera caminando por Terremoto a esa hora. Igual y también había tenido fiesta como yo.
Cuando me sentí un poco mejor, me senté en la orilla de la camilla y me quedé por un rato. Mi playera estaba rasgada y aún empapada de sangre.
Así me la puse. La casa de mi tía no estaba tan lejos, de hecho estaba cerca de Los Pastitos, por lo que si me iba caminando, estaría descansando en diez minutos a lo mucho.
Llegué a la casa de mi tía, quien me había dado llave por esa temporada que estaría ahí. Entré, y la vi dormida por lo que no quise despertarla. Me fui a mi dormitorio y me dispuse a descansar, aunque todavía tenía la excitación se sentir el filo sobre mi espalda. Puse la cabeza hacia abajo y trate de no preocuparme.
Me quede dormido todo el día, y desperté hasta ya entrada la tarde. Me metí a bañar, me acomodé la venda, y ya con ropa limpia pensé en el “borrón y cuenta nueva”, a fin de cuentas estaba vivo para contarlo y todo gracias a Alma, ya que de otro modo seguramente hubiera muerto desangrado en aquel callejón.
A paso lento fui nuevamente a casa del “Cobra”. Ahí estaba la banda. Hablaban del charco de sangre que estaba en el escalón donde pude perder la vida. Me les quede viendo retadoramente, pero parecía que por lo drogado que estaban no me veían, solamente movían la cabeza para un lado y para otro. El hermano de Simón lloraba. Pasé justo junto a ellos y era tanto mi odio que iba a cobrar venganza, pero la verdad no tenía caso. Más bien debía dar gracias que aún seguía con vida. Subí con mucho esfuerzo por el callejón del Chilito hasta llegar al callejón del Toro. Ahí en la entrada estaba el “Cobra”, mi amigo ingeniero. Traía puesto su ropa de trabajo, volteó hacia donde estaba, pero hizo como que no me vio y salió corriendo por el otro lado del Callejón del Toro.
No entendía que era lo que estaba sucediendo. Y ante la confusión, nuevamente a un lado de mi tenía a Alma.
“¿Te encuentras bien?”, me preguntó.
“Pues… si, dentro de lo que cabe”.
“¿Cómo va la herida?”.
“Creo ya mejor, de hecho no tengo dolor”, dije mostrándole mi espalda.
“Amigo, hay algo que necesitas saber…”
Fue hasta entonces cuando sentí un escalofrío, el tono de voz de Alma comenzó a darme un poco de miedo.
“Amigo, nadie puede verte, nadie. Sólo yo… y los muertos. Estás muerto amigo, estás muerto, me decía aquella fantasma que en vida fuera estudiante de enfermería.
Nota del autor: Los personajes son ficticios, así como la historia. Cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia.