Columnas

Las lágrimas de dos soldados caídos -cuento-

-“Trece de febrero. ¿Por qué? ¿Por qué me haces vida mía esto a mi?. ¿Por despecho?. ¿Por venganza? ¿Por qué?.

-¿A que no sabes con quién voy a salir?

-Ni idea we, le contesté a mi amigo Carlos.

-¡Con Rebeca!, me dijo en tono emocionado.

-Rebeca había sido mi novia meses atrás. Él sabía que éramos amigos, más no que habíamos sido novios. Y no nada más novios, sino que seguía siendo el amor de mi vida.

-Cuando me lo dijo sentí celos, la neta. Se me hacia muy poca madre de parte de Rebeca salir con Carlos.

-¿Y a dónde van a ir?, le pregunté como no queriendo.

Mañana catorce we, nos vamos de antro. Igual luego de unas copas, haber hasta dónde llega, me decía mientras se frotaba las manos.

Cuando me despedí me dirigí hacia la casa. Compré un pomo de tequila en la vinícola de la esquina y llegando lo destapé de inmediato para aligerar mi dolor.

Debajo de mi colchón tenía una libreta donde me desahogaba escribiendo cuando estaba triste. Le escribía a mi “diario” como si fuera un amigo. Escribía lo más íntimo de mi persona, todo aquello que no tenía el valor ni la confianza de contárselo a ninguna persona.

-“Trece de febrero. ¿Por qué? ¿Por qué me haces vida mía esto a mi?. ¿Por despecho?. ¿Por venganza? ¿Por qué?. Y tú pinche Carlos… no te deseo nada mal… solamente que llores lo que yo he llorado. Ni más ni menos. Qué tus lágrimas inunden las calles y que te arrepientas toda tu vida por haber salido con Rebeca… lo he dicho. Y así será”.

Guardé mi libreta nuevamente en su lugar. Quedé tendido sobre mi cama mientras la botella vacía me miraba con compasión.

Pasaron varias semanas hasta que nuevamente coincidí con Carlos. No me animaba a preguntarle cómo le había ido. Lo noté muy serio y un poco molesto. No conmigo, sino con la vida misma.

-¿Oye we…. No hemos platicado de Rebeca, verdad?.

-Me hice el desinteresado, pero por dentro me moría de las ganas porque me soltara toda la sopa.

-¿Qué tal les fue?, ¿si te la llevaste al depa después del antro?… no pude evitar la pregunta.

-We…we.. si supieras. Bebimos unas copas, bailamos y …. Todo iba bien. De pronto se paro de la mesa, dijo que iría al baño. Ya no volvió. Me dejó ahí sentado. Me empecé a desesperar y comencé a buscarla. Estaba en la barra platicando con un cabrón.

-¿Y qué hiciste?.

-Le reclamé we, obvio. Le dije que había salido conmigo, que la estaba esperando. No me hacia caso, como si no me conociera. La jale del brazo y el wey con el que estaba me dio un putazo en la cara. No recuerdo nada. Nada we, neta. Amanecí en la glorieta sin pantalones, sin camisa…, me contaba Carlos con lágrimas en los ojos.

-¡No mames!, le dije.

-De hecho desperté porque estaba haciendo un chingo de frío y todo el cuerpo me dolía. En eso paso un taxi, el camarada del cero setenta y dos.

-Súbete we, súbete, me dijo.

No me preguntó nada, me llevo hasta la casa y sólo me dijo “ánimo, cabrón”.

Desde ese día no he hecho otra cosa que llorar. Creí que me había enamorado. Creo que estoy enamorado pero no entiendo tantas cosas. He llorado tanto que si juntara mis lágrimas seguramente inundaría las calles.

Me compadecía de Carlos. Le di una palmada en la espalda y me fui a casa. Destapé una cerveza y sentía esa necesidad de escribir. No sabía si era correcto, pero me disponía hacerlo… tomé mi libreta de confesiones… y me puse a leer las últimas líneas que había escrito. Les juro que no las recordaba. Sentí tanto miedo, que la cerré, mientras le daba el último sorbo a la cerveza, en aquella reflexión de los dos soldados caídos.

 

 

 

 

 

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