
Por: Alice Juárez.
El tren arrancó suave, como si supiera que debía darles tiempo a los pasajeros para asimilar que el viaje había comenzado.
Vanessa estaba sentada cerca de la ventanilla. Había elegido ese asiento por instinto, no por estrategia. Algo en ella le decía que desde ese lugar se vería mejor el trayecto, que podría observar los paisajes del alma ajena reflejados en el vidrio, leer los gestos de los viajeros, mirar hacia dentro a través del afuera.
Era joven cuando abordó el tren por primera vez. Apenas entendía de itinerarios, estaciones o recorridos. Lo único que sabía era que ya estaba dentro, que el viaje era inevitable y que, por más miedo que tuviera, debía dejarse llevar por el movimiento de los rieles.
Los primeros en subirse al vagón con ella fueron sus padres, que llegaron acompañados de su hermano. Se sentaron a su lado, la arroparon con cobijas, la cuidaron con gestos suaves, y la guiaron señalando por la ventana los primeros cielos, las primeras flores, los truenos que tambaleaban el vagón. Le enseñaron a mirar el mundo en ese asiento del vagón, a nombrar la ternura y a reconocer el dolor. Con su hermano vivió aventuras corriendo de un vagón a otro, entre pasajeros y estaciones, llenando el tren de risas y secretos. Pero un día, sin previo aviso, descendieron en una estación sin nombre. Vanessa los vio alejarse por el andén, llevándose parte de su infancia en las maletas y dejándole el asiento vacío, junto a un silencio imposible de llenar.
Más adelante, subieron los amigos. Algunos ocuparon los asientos cercanos durante muchos kilómetros. Reían fuerte, compartían historias de sueños imposibles, hablaban de rutas que quizás nunca tomarían. Con algunos compartió el pan, las canciones del pasillo, y hasta las lágrimas en los viajes nocturnos. Pero también ellos, poco a poco, fueron bajando. Algunos se despidieron con abrazos apretados en las estaciones; otros simplemente se desvanecieron entre el bullicio de los nuevos pasajeros, dejando apenas su reflejo en el vidrio empañado de la memoria.
Después, llegaron los amores. Unos subieron con flores en la mano y bajaron dejando espinas. Otros dejaron marcas dulces que aún duelen cuando el tren atraviesa ciertos paisajes. Uno, incluso, le prometió viajar con ella hasta el final, pero terminó descendiendo en una estación inesperada, dejando atrás un libro a medio leer y un “lo siento” apenas susurrado antes de desaparecer por la puerta. Claro que dolió su partida, pero también dejó con ella un par de razones que hoy ocupan con alegría los asientos que solían estar vacíos.
Con el tiempo, Vanessa fue comprendiendo que no todos los que suben al tren están destinados a quedarse todo el trayecto. Algunos solo viajan un tramo. A veces enseñan algo, a veces simplemente acompañan el silencio. Y eso está bien.
También descubrió que hay quienes, sin hacer ruido, permanecen. Tal vez cambien de asiento por un rato, se pierdan entre los vagones por temporadas, pero siempre regresan. Son esos cuya presencia no necesita explicación. Su sola mirada en los días grises, su voz cuando el tren parece perder el rumbo, basta para recordarle que no está sola.
Con los años, Vanessa dejó de preguntar por qué la gente descendía. Aprendió a agradecer el tiempo compartido en el mismo vagón. Aprendió a soltar sin rencor, a recordar sin aferrarse. Porque entendió que la vida —como este tren— no se detiene para esperarnos. Nos toca seguir viajando con lo que queda, con lo que somos, con los asientos vacíos y los nuevos pasajeros que, inevitablemente, irán subiendo.
Hoy, sentada en el mismo asiento de siempre, Vanessa observa por la ventanilla. Ya no busca rostros familiares en los andenes. Solo contempla el paisaje, respira profundo, y sonríe cuando alguien nuevo ocupa el asiento junto al suyo.
Porque sabe que, al final, el viaje vale la pena no por la duración de cada compañía, sino por lo que cada presencia deja en el alma durante el trayecto.
Y así continúa su viaje… con el corazón más lleno y la maleta más liviana.
