Por: MakaBrown
-¿Huele a quemado?
-Sí, ¿qué será?.
-¡Sabe!. Cómo que viene de abajo.
-A ver, vamos a fijarnos, no se vaya a estar quemando algo y chinga nos ponen.
Verónica, Perla, Rosa, Ariana, Carmen y yo trabajamos en aquella tienda departamental. Entramos a chambiar a eso de las ocho de la noche y nos tocaba hacer inventario de la tienda para tener todo listo para el Buen Fin.
Nos llevamos unas tortas para papiar algo, pues no saldríamos hasta las 7 de la mañana.
Nuestro jefe era muy desconfiado y siempre cuando trabajábamos de noche, cerraba las cinco cortinas con candado. Simplemente era imposible salir para ir por unos tacos de los que vendían en la esquina.
Todas estábamos en el tercer piso, yo estaba junto a Perla en el área de zapatería.
Veíamos aquellos tenis con la esperanza de poder comprarlos algún día. Necesitábamos usar toda nuestra quincena para poder comprar los más baratitos. Nuestro sueldo apenas y nos alcanzaba para malcomer.
-¿Huele a quemado?, me preguntó Perla.
-Sí, ¿qué será?… se ve como humo.
-¡Sabe!, como que viene de abajo.
Sabíamos que en el primer piso se encontraba los electrodomésticos, y las llantas. Olía a llanta quemada.
A medida que bajábamos por las escaleras el humo se hacía más espeso. El calor se sentía cada vez más fuerte. Una llamarada en las llantas soltaba un denso humo negro.
El terror se comenzó a apoderar de nosotras. Perla me tomó del abrazó y me enterró las uñas a tal grado que comencé a sangrar.
Miramos el hidrante y los extintores, pero no teníamos idea de cómo se utilizaban.
-¡Préstame tu teléfono, córrele!.
Perla marcó rápidamente al 911, mientras subíamos de regresó las escaleras. Nos dijeron que no tardarían
¡Se quema la tienda!, ¡se quema la tienda! Les gritábamos a las otras chicas.
El humo era asfixiante, y sabíamos que lo peor estaba por venir. No teníamos salida de emergencia y la entrada principal además de los candados era muy pesada para nosotras, además que el fuego ya había alcanzado el área de cajas.
En el tercer piso estaba el departamento de juguetería. Las seis nos refugiamos con la resignación de esperar la muerte.
Yo era la única que tenía saldo en el teléfono. Le había puesto una tarjeta de cien pesos por la mañana.
Una a una fue haciendo una llamada a su casa. Eran breves y apenas podían despedirse. La garganta cerrada, las lágrimas en los ojos y el humo en los pulmones.
Era mi turno. El calor era asfixiante y ya no se veía nada. Solo se sentía el calor y con las llamas los muebles que se consumían rápidamente.
-Má…
-Hija, ¿qué pasa?, ¡no me asustes…!
-Ma….. cuida a mis hijos, al Dany y al Beto.
– Se incendió la tienda, no hay por dónde salir y los bomberos no llegan.
Nos queda poco tiempo Ma. No quisiera irme sin decirte que te quiero mucho. Quiero mucho a mis hijos. ¡Cuídamelos por favor!, ¡cuídamelos!.
Todo se volvió oscuridad. Ya no se escuchaba nada, ni siquiera olía a quemado. Podía ver a mis amigas recostadas una junto a la otra, tan bellas, tan trabajadoras, tan responsables.
De pronto el fuerte ruido de las sierras se escucharon por la toda la tienda. Los bomberos cortaban las cortinas que aún hervían. Pero la luz llegó. Las cenizas se habían ido y el olor a humo también. Parecía como si acabaran de trapear. Todo en su lugar.
-¡Chicaaas!, ¡despierten!, ¡despierten!, ¡vámonoooos!.
Una a una fueron abriendo los ojos. Ya no traían el uniforme, tenían sus blusas favoritas, llenas de color y completamente limpias.
Nos tomamos de la mano y descendimos las escaleras. Al llegar a la entrada, los bomberos traían hachas y mangueras cargando. Pasaron a nuestro lado sin ni siquiera voltear a vernos.
Ya era de día. El sol era más bello que nunca. Sonreímos y nos fuimos caminando por aquellas calles del centro de Culiacán. Todo estaba listo para el Buen Fin.