Columnas

El salto mortal -cuento-

Vi toda la película de mi vida. Se me ocurrió mirar hacia mi costado izquierdo. Lo que vi simplemente no lo podía creer. La gente estaba sin gritar, apenas y se movían.

Por: MakaBrown

Me puse casco y revisé el sistema de comunicación con Edward mi copiloto. Probando, uno, dos, tres.

Aquí te copio, me contestó Edward.

Encendí el motor y le di varios acelerones. A lo lejos se alcanzaba a ver el polvaderon que había dejado el anterior competidor. Nos llevaba de ventaja varios segundos en esta última prueba. Tendría que pisar a fondo el acelerador si realmente quisiera llevarme el campeonato mundial.

El helicóptero ya venía de regreso. En él, estaban los camarógrafos oficiales del evento. Ya venían por nosotros para escoltarnos durante el circuito de terracería.

Edward estaba tranquilo. Sabía que podíamos conseguirlo.

–No frenes para nada, me dijo. No frenes ni siquiera tantito.

La bandera de arranque estaba en lo alto, al bajarla, mi pie se hundió y el rugir del poderoso motor de la nave sacaba chispas por el escape.

Recta de cien metros, me decía.

Curva a la izquierda en quince metros.

Doble curva a la derecha a treinta metros.

Recta de doscientos metros, no le sueltes, no le sueltes.

A las orillas dejábamos como empanadas a todos los espectadores. Algunos con la bandera de México, otros con chela en mano. Todos gritaban y alzaban los brazos. Sabían que podían ser transmitidos a nivel mundial por las tomas de los reporteros helicóptero.
No quite el pie del acelerador ni un solo instante.

El final estaba cerca y Edward lo sabía y lo celebraba.

¡Vamos cabrón, vamos! Me gritaba… no lo aflojes, ya casi lo hacemos hermano, ya casi.

A lo lejos se veía una recta final. Ahí había más gente que en cualquier otro lado.

La malla verde los limitaba para que a ninguno se le ocurriera atravesarse. El camino era cada vez más angosto, o por lo menos eso pareciera. El brinco estaba cerca. Más cera de lo que mi imaginación pudiera pensar.

Ahí si comenzamos a sudar. Quitar el pie del acelerador seguramente podría ser la diferencia entre ser o no campeones.
No lo quitaré. No lo quitaré, me decía una y otra vez.

Cuando llegamos al inició del brinco, sujeté con fuerza el volante, el inicio del vuelo estaba por comenzar. Edward me veía de reojo, y se quedó sin habla. Cuando íbamos por lo más alto, parecía toda una vida. Me acorde de mi esposa y de mi pequeño que me esperaba en casa. De mis amigos cuando salíamos los jueves beber cerveza en el “Blanco y negro”. Me acordé cuando era niño y mi papá me dejaba estar al volante de su fabuloso LTD.

Vi toda la película de mi vida. Se me ocurrió mirar hacia mi costado izquierdo. Lo que vi simplemente no lo podía creer. La gente estaba sin gritar, apenas y se movían. Tenían los ojos demacrados y a pesar de la intensidad del sol, sus rostros eran muy blancos. Sus cabellos estaban desaliñados y hasta entonces me di cuente que eran una especie de zombie. Edward me volteó a ver… el virus me dijo, el virus, como haciendo una predicción de los que vendría meses adelante.

El motor seguía rugiendo por el aire en ese salto infernal interminable.

No creo le dije, no creo.

Voltié nuevamente hacia donde estaba la gente, pero ahora sonreían, gritaban, tomaban fotos, aplaudían y celebraban. Me di el lujo de respirar un segundo, sacar mi puño izquierdo por la ventanilla del bólido en señal de victoria.

Sabíamos que todo había sido un espejismo. Un lapsus, un sueño. Algo que jamás podría suceder.

Al tocar el suelo nuevamente, nuestros cuerpos hicieron el latigazo, que fue amortiguado por el casco y el cinturón de seguridad. La meta estaba a unos metros.

-¡Curva a la derecha, curva a la derecha!, decía mi eficiente copiloto.

-¡Recta!, ¡recta!, ¡recta!..

-¡Lo logramos mi cabrón!, ¡lo logramos!

Salimos del auto, nos subimos al techo y celebramos la vida. Nunca comentamos lo que vimos. Nunca. El rally había terminado. Y nuestras alucinaciones también.

Aquel gran salto infernal nos llenó de gloria.

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