Santa Paula y Santa Ana: panteones de la pasión que florece el Día de Muertos

Guanajuato, Gto. – En el Panteón de Santa Paula están gavetas de personajes ilustres de la política local y comparten el inframundo con quienes fueran gente sencilla: gobernantes y próceres comparten camposanto con el “padre ejemplar”, el “amado esposo”. Desde hermosos mausoleos hasta sencillas tumbas con una mera cruz oxidada como referencia.

A unos kilómetros, desde donde se divisa un pueblo casi envuelto por una presa, está el panteón de Santa Ana, delante de Valenciana, rumbo al Cerro del Cubilete con su Cristo de la Montaña, consuelo de los que sufren, adoración de la gente. Ahí no hay difuntos ilustres, sólo gente común a los que el amor llena de flores la última morada.

Santa Paula

Santa Paula es yerba que mal crece en un suelo compactado por pisadas, con flores marchitadas que son homenaje, con tumbas olvidadas y lápidas adornadas o descuidadas. Con pasillos barridos por los cuidadores de los Servicios Públicos Municipales. Santa Paula es canteras incompletas, con bordes trozados, entre mausoleos y tumbas con bustos de coroneles y generales. Un espacio que cuenta miles de historias de los Yebra, los Palafox, los Obregón, los Rocha, los Doblado, los Olivares, los Guerrero, los Barrera y muchos más, sin contar sus rincones donde polvo se convirtieron los fusilados que compartieron una fosa común.

La entrada al panteón Santa Paula está por el lado oriente: un arco con cruz que lo corona, sostenido por una puerta de hierro, flanqueada por murallas de piedra y cal,

Su área de sepulcros es un rectángulo de 150 por 60 metros. La zona poniente se encuentra el área antigua de gavetas, donde hay cuerpos desde el siglo XIX. Son las gavetas viejas, las de perpetuidad, donde reposan los restos desde el siglo XIX ese siglo XX convulsionado por revoluciones y olvidos.

Santa Ana

Al fondo está el paisaje de la vieja ciudad, la que Mariano Jiménez y el Pípila bajaron a tomar el 28 de septiembre de 1810. Se han quedado atrás la plaza de Valenciana y su excelso templo barroco, fruto de la riqueza de ese famoso conde. Se ha enfilado rumbo a ese cerro cristero cantado por José Alfredo. Las ruinas de la Mina de Guadalupe nos contemplan y tras un par de curvas, a mano derecha, el viejo panteón de Santa Ana, a la entrada de ese pueblo más famoso por su cerro con antenas y su peculiar presa que por sí mismo.

El panteón de Llanos de Santa Ana, el vestigio del que fuera el Mineral de Santa Ana, tiene un inclinado arco de desgastada cantera, flanqueada por muros de piedra unida con vieja cal, como acceso. Basta mover el pestillo de una puerta de metal mal pintado de negro para acceder a él, con su piso de tierra, con sus tumbas pegaditas unas con otra, con gavetas y losas de siglos XX y XXI que han sustituido a las pocas que había del siglo XIX.

El Mineral de Santa Ana empezó a poblarse entre finales del siglo XVI y principios del XVII. Un siglo después, esta localidad fue tan importante por su producción minera, que se constituyó en Capital Provincial por orden de la Corona Española.

Una capilla fue menester para garantizar la predominancia de la fe verdadera y, con ella, un panteón.

El portón es movido. De entrada, se contemplan las tumbas que parecen apiladas y, al fondo, las gavetas. Fuera de fechas como Día de Muertos o 10 de mayo, el lugar parece abandonado. Sólo algunas flores marchitas o el color de flores de papel o plástico, con algún arreglo que seca el sol, indican que es un cementerio vivo (inevitable oxímoron).

Tiene una superficie de unos 65 metros cuadraros. Al lado derecho está su capilla, con casi desaparecidos vestigios de antigua decoración, con muros ahumados por velas y veladoras. Muros descarapelados, como los de la entrada, sin santos, cristales ni cristaleras (era de nogal el santo).

Al salir de la capilla, se tiene la sensación de caminar sobre tumbas apiladas. En las gavetas están los epitafios y los nombres de las y los difuntos, escritos con humilde caligrafía sobre cemento fresco que se convertirá en piedra fúnebre. Si encuentra con quién platicar, fluirán los relatos y las leyendas.

El fruto del liberalismo en Santa Paula

En lo alto de uno de los montes que flanquean la cañada, donde las inundaciones llevaron reconstruir la ciudad sobre sus propias ruinas, ahí, en una falda del Cerro Trozado, en septiembre de 1853 fue colocada la primera piedra del Panteón Municipal.

Dice la historia difundida en la página web de la presidencia municipal que el predio fue donado por “El Güero” Victoriano con la condición de que el Panteón llevara el nombre de su madre, pero las pugnas entre el curato de Marfil y el Ayuntamiento llevaron a modificar el trazo y a negociar concesiones por derechos de las inhumaciones. Aún no entraban en vigor las Leyes de Reforma y el clero tenía poderosa potestad.

Tumba de Florencio Antillón.

Lo construyeron al estilo parisino de la época con un acceso con sus respectivas murallas, altas y gruesas, en un lugar donde los vivos no quieren entrar ni los muertos pueden salir. Relata don Lucio Marmolejo en sus legendarias Efemérides que el panteón fue ubicado en la orilla de la ciudad, “de acuerdo con la vanguardia parisina de la época para construcciones funerarias y con el Decreto por el que se declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos, emitido el 31 de julio de 1859 por el Lic. Benito Juárez”, entonces Presidente de la República.

El antiguo cementerio del templo de San Roque fue destruido a finales de diciembre de ese año. Ahí, relata don Lucio, “encontraron en él una multitud de osamentas que pertenecieron a las víctimas de la Toma de la Alhóndiga de Granaditas, ocurrida el 28 de septiembre de 1810”.

Esos restos fueron conducidos al Panteón y, prosigue el cronista, “hubo la circunstancia curiosa de que entre las mandíbulas de una calavera se encontraron monedas por valor de tres reales y medio”,

El Panteón de Santa Paula fue inaugurado el 13 de marzo de 1861, en un país fragmentado en la pugna entre liberales y conservadores en una ciudad de conservadurismo popular y de liberalismo gubernamental.

Corredor minero y pueblo olvidado

Santa Ana está en un corredor minero que iba de Valenciana a La Luz. Delante de Llanos de Santa Ana se encuentra ese poblado apenas remodelado, lo que queda del que fuera otro municipio, lo que queda del recuerdo de un rico asentamiento que fue asaltado en 1911 por Cándido Navarro, a quien se recuerda como gavillero y no como lo que fue: un revolucionario.

Su vieja gloria minera ahora es suplida por la curiosidad de estar casi rodeado por la Presa de la Soledad, lo que desde los cerros aledaños da una vista estilo Michoacán. Pero no, es tierra de charamuscas.

Ahí está ese panteón, adonde sus nativos quieren que los dejen ahí para siempre cuando mueran. Fue y ha sido un cementerio de la comunidad y para la comunidad. Es un espacio semiderruido, alejado del bullicio y la falsa sociedad, distante unos minutos de la andanada de turistas que atiborran la zona de Valenciana. Santa Ana se apiade de Llanos de Santa Ana.

A pesar de su glorioso pasado como mineral, a pesar de que su viejo camino es ahora carretera pavimentada, a pesar de que antes de llegar a Llanos de Santana se encuentra la zona turística de Valenciana y más adelante están las Momias Viajeras, a pesar de que le corona Cristo Rey y desde sus cerros se percibe otro bello paisaje de la cañada, la población está en el olvido.

Un antiguo templo que toma vida en Semana Santa y para las misas de los domingos. Una rivera de presa que se llena de carrizos y se convierte en polvo de lodo cuando no hiede a lama. Un pueblo con historia olvidada y un panteón que inspira historias y relatos.

Pasado revolucionario

Santa Paula. Al fondo, hacia el sur, los jardines donde alguna vez estuvieron las fosas comunes, a donde fueron aparar los fusilados del porfiriato y la revolución. Aunque de la mayoría se supo su nombre, se convirtieron en anónima estadística.

Los impactos de bala que pueden verse en las columnas de la entrada al panteón y los muros que lo circundan, especialmente los del lado norte y poniente, son lo único que los honran y homenajean el honor de hombres de lucha y guerra, muertos por sus convicciones.

Ahí fusilaron el 31 de marzo de 1916 a Julián Falcón, que fue gavillero ladrón y homicida para el carrancismo triunfante, pero valiente villista leonés que se quedó a cuidar la plaza tras cubrir la retirada de mi general.

Desde el acceso se admira la ciudad con sus colores y monumentos: la Universidad, la Alhóndiga, el Mercado Hidalgo, la Basílica, El Pípila. Desde abajo se alza la mirada para observar a la distancia esas murallas descarapeladas por la historia y por el descuido y la falta de mantenimiento.

De la gloria al anonimato

Habría que pasar horas mirando y más horas escribiendo sobre personajes cotidianos y de los considerados ilustres del panteón de Santa Paula. Unos y otros son historias por contar, olvidadas en un panteón olvidado, descuidado, repleto de nombres y hechos que muestran momentos de gloria y tragedia de una ciudad que ahora quiere ser “moderna”, en donde los cuerpos que se exhiben opacan a los que ya son polvo.

A unos kilómetros de ahí, tras bajar por Tepetapa y tomar rumbo a San Javier para seguir hacia Dolores Hidalgo y desviarse a Valenciana y luego a la exMina de Guadalupe, están esas lozas empolvadas y esas gavetas con ladrillos salientes. Los personajes de las tumbas del panteón de Santa Ana no son ilustres para los libros ni los historiadores: lo son para señoras que aún usan rebozo y de vez en vez ponen un ramillete florido, que se sientan a recordar cómo platicaba, qué tristezas contaba, cómo sonreía, qué le gustaba comer. Salud, comadre, con este tequila que tomabas a escondidas de tu viejo.

Panteones puerta del Mictlán, Tierra Santa de Nuestro Señor Jesucristo, inspiradores de juguetes de cajita con cadáver muerto fúnebremente fallecido que asoman la cabecita jalada por un hilo, florecerán este 2 de noviembre.

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