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Pasos a la medianoche -cuento-

Unas pequeñas pisadas se escucharon por la habitación. “Estoy dormido, estoy dormido” me decía para no sugestionarme

Había sido un día normal, de la mina a la casa de la casa a la mina. El horario era lo de menos, incluso si era de día o de noche. Enero o noviembre. Daba igual. Mi vida era una rutina y me había convertido prácticamente en un robot.

Con las profundidades de la mina, aprendí a ver a oscuras aunque sea de día. Era un día más.

Cuando llegué a casa pensé en cenar, pero era más grande mi sueño. Me cagaba de sueño. Vi el cuerpo de mi esposa en la cama. Hacía frío y estaba cubierto con un par de cobijas. Seguro no tenía tanto frío pensé con un poco de envidia.

Aventé el caso en la repisa que está al lado de la cama. Sin usar las manos me quité las botas. Sabía que olía a sudor y a mugre… pero no me importaba. Lo único que quería era dormir. Vi a los gatos dormidos plácidamente en los pies de mi mujer.

Antes de cerrar los ojos revisé la hora. Las dos cuarenta y cinco. Apenas tiempo suficiente para dormir un rato y volver a la mina. Cerré los ojos. No tenía ni un minuto y escuché que la puerta del viejo ropero de madera de abrió de golpe.

Alcancé a escuchar el aire que haca en la calle. El árbol se balanceaba de un lado a otro. Nuevamente aquel ruido. Ahora se cerró. Me levanté para revisar so la ventana estaba abierta, pero no, todo estaba perfectamente cerrado. No se sentía ninguna corriente de aire en el interior. Tomé un pedazo de cartón y lo puse doblado entre las puertas.

Me acosté nuevamente… y de un putazo se abrieron otra vez. Unas pequeñas pisadas se escucharon por la habitación. “Estoy dormido, estoy dormido” me decía para no sugestionarme. Pero las pisadas continuaban una y otra y otra vez. Como si un niño corriera a esconderse dentro del ropero y saliera corriendo.

Tomé mi celular para ver la hora. Eran las tres de la mañana con tres minutos. Pensé en grabar los ruidos, pero la neta, me cagaba del miedo.

Nunca me había pasada nada parecido. Intenté buscar alguna respuesta científica. Pero recordé que ninguno de los vecinos tiene niños. Miré de reojo y los gatos seguían ronroneando a los pies del cuerpo de mi esposa.

Estaba muy cansado. Pero ahora era mayor mi terror. Las pequeñas pisadas no se detenían. Pensé que me volvería loco. Afuera el aire paró. Ya no había ráfagas. Los gatos ya no estaban, ni sus ronroneos, Incluso, ya empezaba a extrañar los ronquidos de mi señora. Ya tenía tres días que no los escuchaba, los mismos tres días que había perdido la vida por culpa del covid.

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