Pasión en la treinta y tres -cuento-

Sus labios estaban como lava hirviendo y el latir de su corazón lo podía sentir en mi pecho. Esa noche … supe lo que realmente era Alaska

-¿Te dejo la llave?, me decía la chica mientras iba bajando las escaleras.

No podía contestarle. Simplemente me hipnotizó. Sus ojos parecían como un par de gemas preciosas, su cabello al hombro, rubio, rizado y su mini mini, mini, mini, faldita que permitía disfrutar de ese hermoso par de piernas.

-¡¡Ehh!!,sí… ¡si claro!. Tomé el llavero y tenía el número treinta y tres. Lo puse en el casillero junto al duplicado.

Llevaba casi dos años trabajando en este hotel de Guanajuato, era de tipo colonial, como si lo hubieran sacado de la novela del Quijote. Trabajaba ahí todas las noches, pues era el modo que me costeaba mi carrera en la Uni.

Se me hacía un poco pesado, pero la ventaja de estar en la recepción, que era el lugar perfecto para hacer los trabajos que me dejaban de tarea.

Seguía pensando en aquella chica del treinta y tres. Cerca de las tres de la mañana, regresó, de veía muy alegre y divertida. No quise entretenerla, me bastaba con solo mirarla. Sin decir nada le di la llave mientras me sonreía y con su mano me enviaba un beso mientras subía las escaleras.

A la noche siguiente, terminé temprano mi tarea y me senté en la salita de la recepción. Me puse a leer “La Larga Marcha “ de Stephen King. El terror a todo lo que daba. Sabía que la chica seguía hospedada porque era la única huésped. No estaba registrada, me imagino que por cuestiones de seguridad. Algunos clientes lo solicitaban a la gerente.

Se escuchaban muy clarito los ruidos. Me asomé al patio y vi la luz de su habitación encendida. Se escuchaba que platicaba con alguien. Podía reconocer su voz. La verdad pensé en algún momento que venía sola. Por políticas del hotel no podían entrar personas ajenas a los huéspedes sin pagar la diferencia del hospedaje.

Casi me quedaba dormido cuando escuché unos pasos por la escalera. Era ella. La güerita, chiquilla baby. Me puse de pie tan rápido como pude. Traía una batita de dormir. Sonriendo se puso detrás del mostrador mientras sonaba insistentemente la campanita.

-¡Hola! ¿alguien por ahí?, ¡Hoooola!.

-¡Amigoooo!… me dijo con mucho entusiasmo.

-¿Me podrás ayudar un poco con una tarea que tengo, es acerca de la historia de México?

-Claro, claro –le dije-

-Es acerca de los Conservadores y los Liberales.

-¡Puta madre…. ¡” (pensé) es justo de lo que no tengo ni la más mínima idea de qué chingados trata.

Intenté echarle un verbo. De lo poco que conocía del tema. Fue cuando supe que era una estudiante de intercambio y venía de una Universidad de Alaska.

-¡No pareces esquimal!, le dije bromeando.

-¿Y cómo se supone que deben ser las esquimales?. Mira, te lo voy a enseñar…

-Me dejo frío con su respuesta. Me jaló hacia su habitación. Aquella habitación con el número treinta y tres. Ahí supe que en Alaska realmente hace tanto calor, como el que hacía el roce de sus piernas, que podían fundir el hierro más potente del universo. Sus labios estaban como lava hirviendo y el latir de su corazón lo podía sentir en mi pecho. Esa noche … supe lo que realmente era Alaska.

Cuando regresé al otro día, le tuve que confesar a mi compañero lo que había sucedido. No me lo podía guardar.

-¿Estás loco?…

-¡Es en serio!, le dije.

-¡Imposible wey, imposible!. Por la pandemia el hotel lleva más de seis meses sin una sola alma.

-¿En cuál habitación me dijiste?.

-¡En la treinta y tres, wey!.

-¡Hermano, hermano!. Creo ya es tiempo de que sepas la verdad. Hace muchos años, una chica que vivía por Sangre de Cristo deambulaba todas las noches por el centro de Guanajuato. Era muy bonita. Tenía los ojos de color verde. Su cabello rubio y rizado. Decía que era de Alaska. La verdad era de aquí de la capital, pero tenía un acento inglés.

Nunca supimos que ocurrió exactamente. Simplemente un día amaneció colgada de la viga… de esta habitación, la treinta y tres, que seguramente guarda todos sus secretos pasionales.

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