Irapuato, Guanajuato.- Las leyendas existen en todos lados, en lugares que guardan misterio y oscuridad; otras se cuentan que han ocurrido en iglesias como la siguiente, una leyenda narrada por el autor Eduardo M. Vargas.
“La obra demoledora de la reforma, había cundido por todas parte de la República Mexicana. La barreta, en manos del partido liberal, que cavaba de triunfar sobre el segundo imperio, derribó conventos y templos, y si no arrasó todos los edificios coloniales de este género, fue en virtud de haberse dedicado algunas de estas construcciones a oficinas públicas y permitiendo que algunas iglesias continuaran abiertas para el servicio de culto.
Había en Irapuato dos conventos, uno de Frailes Franciscanos y otro de religiosas de la Sociedad de María Santísima (concepcionistas). Comunidad llamada de La Enseñanza, porque su objeto principal era dedicarse a la instrucción de niñas.
Una extensa parte del Convento de San Francisco de Asís fue demolido, pero se dejaron el pie el suntuoso templo y los lotes anexos del monasterio, así como la Iglesia de la Orden Tercera, templo ubicado en el vasto atrio o cementerio, en cuyo recinto había además catorce capillas dedicadas a la conmemoración de los pasos del Viacrucis del Redentor.
“Las Capillitas”, como se les llamaban comúnmente, fueron derribadas y los escombros permanecieron por largo tiempo dando un aspecto deplorable al sitio hasta que fue plantado un parque en la plaza que se formó y que hoy lleva el nombre de Jardín Hidalgo.
A través de aquellas ruinas había tránsito entre la antigua calle de San Francisco hoy Juárez y la calle Real del Arco, hoy Avenida Hidalgo.
Los ancianos no podían menos que lamentar la desaparición del Convento y lloraban sobre aquellos despojos, como los judíos en los muros destruidos del templo de Jerusalén.
Las horas crepusculares era tétricas. Ya no se oía el ruido de la campanita que reunía a los monjes en el refectorio; ya no acudía el peregrino o el mendigo para pernotar en el recinto sagrado, ya no se presentaban los ronderos a recibir la bendición del guardián y en vano se buscarían grupos hermanos del cordón., rezando el rosario en las capillitas que ya no existían. Todas esas escenas habían desparecido de las costumbres populares de la localidad.
Cuando el campanero de la torre del Convento correspondía el toque de ánimas que se daba en la Iglesia Parroquial, veíamos sombras ambulantes que se movían en el ex cementerio. La fantasía popular no tardó en agrandar las relaciones de los transeúntes por esos sitios.
¡El fantasma comadrita!…El muerto del Convento ha aparecido.
Y noche a noche, mientras los asustadizos huían del lugar, los valientes se aproximaban a las ruinas y llevaban noticias que referían a sus familiares y amigos.
Ahora era un fraile circunspecto que rezaba el rosario, ahora era un monje que leía en un libro a pesar de las oscuridad o bien un lego sin cabeza, que iba y venía sin detenerse un momento; pero el personaje más interesante de la leyenda, era un fraile de hábito blanco y estatura colosal ¿sería un dominico?¿sería acaso un fraile menor (de la orden, no por su tamaño) que revestido de la mordaza saldría de su sepulcro anónimo? Nadie lo sabía.
El hecho era que, al decir de cuantos lo veían real y verdaderamente un gigante. Vecinos caracterizados certificaban haberlo visto, unas veces recargado en un muro, otras ocasiones paseándose en derredor, como si inspeccionase los cimientos de las capillas, otras veces pasaba de prisa y desaparecía por la nueva ruta que antes formaba parte del monasterio, es decir, por la hoy calle de Barreto, Carranza u Obregón, cuyos tres nombres indistintamente la había conocido antiguamente bajo el título de Calle Nueva o de la calle del Arco, cuyos habitantes se apresuraban a cerrar las puertas y ventanas de sus casas, no sin que los hombres quienes aseguraban haberles quitado el sombrero aquel muerto gigantesco.
Cundió el terror por los barrios, especialmente en el “Pueblito Lindo” (San Vicente), y ya no se veía alma viviente por esos rumbos, después de los primeros toques de la queda nocturna.
Los serenos y los ronderos temían permanecer en los contornos del ex convento y no faltó centinela que pidiera relevo, por no soportar la vista del fantasma blanco, mis veces más aterrador que las sombras animadas de las capillas.
El alcalde, a fin, decidido en tomar cartas en el asunto y después de indagaciones y de oir el pro y el contra mandó que un retén de soldados se apostase en el lugar preferido de las correrías del viajero nocturno de la eternidad. Pero noche y más noches pasaron sin que los valientes “juanes” lograsen verlo.
Como la ronda rehusaba hacer la vigilancia, los casos de robo se multi8plicaban y entonces los vigilantes militares hicieron la veces de aquellos veladores de obligación forzosa.
Inesperadamente aparece una gigantesca figura ante de los soldados de caballería y uno de los jinetes, reata en mano, lanza el lazo al fantasma, el cual cayó, dando en sus enormes canillas, contra el suelo y exhalando un gritó que dejó atónitos a los guardianes.
Despojado de la vestidura, blanca, se vino en conocimiento que era un individuo que jamás había sido amortajado ni sepultad. Sus piernas aumentadas por medio de zancos que usaba con el objeto de aparecer de figura grande, atemorizar a la gente cándida y aprovechar la confusión, para cometer hurtos en las casas, y asaltar a los transeúntes.
Era en realidad, un ratero que hábilmente explotaba la candidez de los que creen en duendes y fantasmas.
Acabó el fantasma del Convento y no volvieron a moverse las sombras misteriosas entre las ruinas del cementerio de Asís”.