
Irapuato, Guanajuato.- A José Antonio Cisneros Durán la fotografía le llegó antes que la madurez. Tenía apenas diez años cuando, junto a su hermano gemelo, comenzó a acompañar a su padre a los eventos sociales del pueblo. Entre el bullicio de las fiestas y el destello de los flashes, aprendió sin saberlo a mirar el mundo a través de un lente.
“Mi papá era fotógrafo y un día nos regaló una cámara con un flash. Desde entonces empezamos a hacer fotos de la ciudad. Así comenzó todo.” Recordó Cisneros.
A los dieciséis años ya no solo jugaba con la cámara: trabajaba con ella. Su primera casa periodística fue El Diario, propiedad de Loret de Mola padre, donde comenzó su largo recorrido por el fotoperiodismo. Lo suyo era la adrenalina, el ruido de las patrullas, el correr detrás de una historia con la urgencia de atrapar la imagen que lo dijera todo.
“El periodismo policíaco era pura emoción”, dice entre risas. “Era andar entre las patrullas, entre los choques, la sangre y la nota roja. Esa era mi escuela”.
Después vinieron los cambios. Pasó por la presidencia municipal haciendo registro político, por estudios fotográficos, por redacciones en Salamanca y finalmente en Irapuato. Treinta años de trabajo tras el visor, buscando siempre la mejor luz, la historia más humana, el instante irrepetible.
Pero entonces llegó la revolución digital.
El cuarto oscuro se apagó, y con él, una forma entera de entender la fotografía.
“Cuando se hizo el cambio de lo análogo a lo digital fue como volver a empezar. Muchos no sabíamos ni prender una computadora. Tuvimos que aprender desde cero lo que eran los balances de blanco, los píxeles, los programas de edición… todo era nuevo.”
Para quien había dominado el arte del revelado, el olor de los químicos y el suspenso de ver aparecer una imagen en el papel, la fotografía digital representó una ruptura.
“El cambio fue drástico. Era aprender otra vez a hacer fotos. La cámara ya no solo era la herramienta; ahora también dependías de una máquina y de un software. Tuvimos que actualizarnos, tomar cursos, talleres, aprender para poder enseñar a otros.”
Cisneros se convirtió en maestro. Dio clases de fotoperiodismo y transmitió a nuevas generaciones lo que aprendió con paciencia y con práctica: que una fotografía no se toma, se construye. Que detrás de cada imagen hay una historia y un ojo que aprende a ver distinto cada vez.
Hoy, tras décadas detrás de la cámara, su mirada ha cambiado de horizonte. Del bullicio de la calle ha pasado a la calma del laboratorio; de los cadáveres y las notas rojas, a los insectos y las plantas.
Su curiosidad lo llevó del fotoperiodismo a la fotociencia, un nuevo territorio donde la luz y la observación se ponen al servicio del conocimiento.
Pero esa, dice con una sonrisa, será otra historia.
