Guanajuato

Jorge Ibargüengoitia y José Alfredo Jiménez: infancias y vocaciones

Ambos vivieron una niñez guanajuatense y desde pequeños mostraron su gusto por las letras

Guanajuato, Gto.- El niño José Alfredo tenía como mundo su pueblo y luego sería llevado a la gran metrópoli. El niño Jorge fue hijo único, perdió a su padre cuando era bebé y eso lo llevó a empezar a formarse en la capital del país. Ambos nacieron en enero en la década de 1920, en el Guanajuato postrevolucionario. Uno en un pueblo empedrado; otro en una ciudad en ruinas.

Por el día que llegaste a mi vida

José Alfredo Jiménez Sandoval nació el 19 de enero de 1926 en Dolores Hidalgo, Guanajuato, Cuna de la Independencia Nacional. José Alfredo Jiménez Gálvez escribió que su padre estuvo en ese pueblo hasta los diez años de su vida.

En la casa ubicada en la hoy calle Guanajuato, a una cuadra de la histórica Parroquia de Dolores, estaba la farmacia de don Agustín Jiménez –químico farmacéutico egresado de la Universidad Nicolaíta- y ahí resonaban canciones de compositores de la época.

Fue un niño feliz al lado de sus hermanos y de sus padres, especialmente mimado por Carmen Sandoval, quien se dedicaba a sus dos varones y una mujercita. Ignacio era el mayor y le seguía José Alfredo. Conchita era la nena.

José Alfredo Jr. señaló –dato confirmado por José Azanza Liera, sobrino nieto del compositor- que su padre fue un niño muy protegido en un ambiente muy cálido: “Su papá era el único farmacéutico del pueblo y era muy querido”.

José Alfredo estudió la primaria en la Escuela Pública Centenario, que está enfrente de la casa donde nació. Desde aquellos años manifestó su vocación por el canto, su amor por la música y su facilidad para componer. Explica Azanza Liera:

“A esa edad ya le cambiaba las letras a las rondas infantiles y las canciones de Cri Cri. Por ejemplo, de la ronda de ‘Milano no está aquí’ decía-cuando veía a sus tías dormidas cuando iban de visita:

‘Duermen todas tendidas en un colchón
y el gato, que es el gato, roncando en el sillón;
Demetrio (el gato) no está aquí, se fue de vacilón
rondando tras las gatas y uno que otro ratón’.”

Don Agustín y uno de sus hermanos se reunían en la casa y hacían tertulias y ahí cantaban canciones que el tío componía, narra Azanza Liera. “El papá escribía poesía y por ahí le empieza a entrar la venita a José Alfredo; la primera versión de ‘Serenata huasteca’ es escrita por él al ver a una muchacha enfrente, en las escuelas del Centenario”.

José Alfredo Jr. contaba que su padre escribió canciones y letras dedicadas al campo y algunos animales domésticos. El pequeño José Alfredo Jiménez Sandoval, vestido de charro interpretaba temas populares durante festejos públicos.

En 1936 falleció don Agustín y se acabó la comodidad para empezar su lucha por la vida. Su tía Refugio Sandoval se lo llevó a la Ciudad de México, en donde se instalaron en la popular colonia Santa María la Ribera y terminó su educación primaria.

Sus tres hermanos y su madre también abandonaron Dolores. La señora vendió la farmacia y viajaron a la Ciudad de México para encontrarse con la tía Cuca y José Alfredo. Con el dinero del traspaso de la farmacia, Carmen Sandoval puso una tienda de abarrotes que desafortunadamente no prosperó. Nacho y José Alfredo se vieron en la necesidad de dejar sus estudios para trabajar. Ahí se forjó nuevo mundo de José Alfredo.

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Jorge Ibargüengoitia decía de sí mismo:

“Nací en 1928 (22 de enero) en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital.”

Era una familia descendiente del gobernador liberal Florencio Antillón.

Su padre, Alejandro Ibargüengoitia era liberal, pero doña Luz, su madre, era ferviente católica y lo mandó a una escuela de religiosos maristas en la ciudad de México

En posteriores textos con referencias autobiográficas, Jorge Ibargüengoitia relató brevemente sus estancias temporales en Guanajuato. En los retornos al terruño natal, el mundo inmediato de Jorgito eran la Casa de la Presa y el jardín con el nombre de su bisabuelo.

Existen testimonios de que el niño Jorge acudía a jugar a ese jardín que está justo enfrente de la casa donde nació.

El guanajuatense mostró su vocación por las letras desde niño: publicó que escribió su primera obra literaria a los seis años; narró –ya adulto- que fue convertida en libro cuando ya tenía siete, cuando murió su abuelo, “el otro hombre que había en la casa”:

Así describió esa vivencia:

“Ocupaba tres hojas que recorté de una libreta y que mi madre unió con un hilo. No recuerdo qué escribí en ellas, ni qué tipo de letra usé, pero todos los que vieron aquello estuvieron de acuerdo en que parecía un periódico”.

Y ahí entra su otra vocación: “A los diez años hice un periódico. No sé qué tenía adentro ni sé qué escribí, pero toda la gente que veía ese papel se daba cuenta que era un periódico. Después escribí cuentos, pero desde los doce años sufrí una especie de bloqueo y durante los siguientes años no escribí y casi no leí nada”.

Jorgito se quedó solo con esas “mujeres que me adoraban”, en alusión a sus tías y su madre.

En “Viaje al centro de tierra” escribió que tenía cuatro años cuando lo trajeron por unos días a Guanajuato. Primero llegaron a la ciudad en la famosa “burrita”, como se conocía el viejo ferrocarril de carga y pasajeros que circulaba de Irapuato a Silao y de ahí a la capital. El niño Jorge tuvo su primer reencuentro con su origen natal: “La cada de la presa, donde yo nací y había vivido hasta los tres años, estaba rarísima. Estaba llena de olores extraños, a los que nunca me acostumbré y que no he olvidado”. Atribuía el olor de borra podrida y mimbre mohoso a la inundación de 1907 (fue en 1905 y su casa no se inundó). Se quedaron en un hotel y luego se fueron al rancho –la exhacienda- de San Roque-.

El niño Jorgito, desde su condición de infante fue severo calificador de esa ciudad de rancia religiosidad. Así describió una visita a Guanajuato en 1934:

“El Viernes Santo más devoto que recuerdo, lo pasé cuando yo tenía seis años de edad. Mi madre y yo acabábamos de llegar a esa ciudad para una visita de varios días. Fuimos a la casa de unas tías que eran ratas de sacristía y las encontramos entusiasmadas: el programa que había en la parroquia para conmemorar la muerte de Cristo era de primera”.

“Lo que dijeron los predicadores me entró por una oreja y me salió por la otra, pero el olor de los fieles, y la manera que cambiaba el aspecto de las cortinas moradas conforme el sol se movía es algo que no he olvidado. Son las horas de tedio más perfectas que he pasado en mi vida”.

La familia lo retornó a la ciudad de México y luego Jorge radicó en Coyoacán, donde -afirmaba Luis Palacios- “comenzó a evocar al Bajío y a la ciudad de Guanajuato”. Sus estancias, regularmente breves, y sus vínculos con Guanajuato lo llevaron a que años adelante pagara a su ciudad natal con su obra irónica.

Niños que serían adultos famosos

Dos hijos de Guanajuato: José Alfredo, el que en vida fuera calificado como compositor para borrachos, pero que se convirtió con el tiempo en mito de la bohemia y representación de la identidad mexicana; Jorge Ibargüengoitia, al que no le perdonan que no perdonó el maltrato que sintió a Guanajuato y se mofó de la ciudad y el estado, y que se le reconoció y reconoce más fuera de donde nació.

Ambos nacieron en un mes de enero. Ambos murieron en un mes de noviembre. Ninguno fue apuesto, pero fueron querendones y escribieron amores y desamores, uno en las canciones, otro en teatro, cuento, periodismo y novela.

Brindo desde el rincón de una cantina –oyendo la canción que pedí- por ti, José Alfredo, el que se fue y sigue siendo El Rey; y por ti, Jorge, del que sólo quedó –para su irreverente veneración- un zapato, desde la barra del que fuera el Gran Cañón del Colorado, mientras te leo donde reposas, en el jardín de tu bisabuelo que venció a los franceses aun cuando llegó un día después de la batalla.

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