León, Guanajuato.- Isabella, así nos dijo que se llamaba, de entre 18 y 21 años de edad, pero su mirada lleva el peso de una vida entera. No mencionó de qué parte de México es, pero su historia comienza en un hogar marcado por el dolor. A los 16 años, harta de los golpes y la indiferencia, decidió dejar todo atrás, sin saber que el mundo afuera no sería más amable.
Aquella tarde, mi esposa y yo fuimos de compras a León. Después de recorrer algunas tiendas, decidimos detenernos a cenar en un puesto de tacos al aire libre. Mientras esperábamos nuestra orden, apareció Isabella. Su ropa estaba desgastada, sus zapatos rotos, y el cabello recogido en un moño desordenado. “¿Me dan unas monedas para comer? Tengo mucha hambre”, pidió con voz baja. Al no tener cambio, la invitamos a sentarse con nosotros. Pensamos que no representaba peligro alguno, y ella no dudó en aceptar.
Mientras comía con avidez, comenzamos a hablar con ella. La conversación fluía entre pausas y momentos de silencio. Cuando le preguntamos por qué estaba sola, comenzó a contarnos su historia:
“Me salí de la casa, me escapé (risa de travesura). Nomás me llevé un cambio de ropa, disque pa’ sentirme libre y olvidarme de todo lo que pasaba en la casa (cara seria)”, recuerda Isabella, mientras mordía su taco con prisa.
La idea de huir había sido un alivio para escapar de la violencia que vivía a diario. Su madre, atrapada en sus propios demonios, nunca pudo protegerla ni defenderla. En su hogar, los gritos y los golpes eran parte del día a día.
“La verdad, prefería salirme a la calle que escuchar las broncas y peleas de mis papás. A veces me tocaba a mí, sin darles motivo. Solo llegaban los trancazos y ¡zas, zas, zas!”, dijo con un gesto rápido, imitando los golpes.
Cuando llegó a León, creyó que todo sería diferente, pero la realidad pronto la golpeó con fuerza. Sin dinero ni un plan claro, tuvo que encontrar una forma de sobrevivir.
“¿Qué qué hacía? Pues al principio pedía una monedita. Ya después vendía dulces y limpiaba parabrisas en los semáforos. Como al mes, más o menos, conocí a unas ‘carnalitas’ que me metieron en otro tipo de chamba”, dijo haciendo un gesto con la mano que sugería algo más.
Al principio, la idea de vender su cuerpo no le parecía aceptable, pero pronto se dio cuenta de que era una forma de “ganar dinero rápido”.
“Siempre supe cómo manejar a los hombres. La neta, tengo lo mío: una sonrisita, una mirada… Ganaba bien, la neta. Pobres pendejos”, dijo con una risa burlona que contrastaba con la seriedad de sus palabras.
Isabella se convirtió en una de las mujeres más conocidas en el barrio donde vivía. Pero esa vida le pasó factura rápidamente. Con el dinero también llegó “el vicio”.
“Pues comencé con marihuana, luego el foco, la mona… Al principio era para aguantar las desveladas, las humillaciones, y también por diversión, pa’ olvidar, pa’ pasarla chido. Pero ahora… la neta no he podido dejar esto”, confesó, agachando la cabeza.
A veces regresa a un pequeño departamento en León que comparte con otras personas en la misma situación. Un espacio vacío, sin muebles, lleno de ecos de otras vidas rotas.
“Nombre, me hubieran visto antes. Yo tenía lo mío, la neta. Pero ya cuando ando en el viaje, ni siquiera me reconozco. Me consideraba bonita, con ganas de salir adelante. Ahora… solo quisiera salir de esto, sola, sin ayuda”, dijo con la cabeza agachada.
La lucha diaria entre el deseo de salir del agujero y la adicción parece no tener fin. La calle le ha dejado marcas imborrables: violencia, abuso y traiciones.
“Hay días que desearía no haberme salido de la casa. Pero luego pienso… a lo mejor ya no seguiría viva. Aunque me la sigo jugando”, confesó.
A pesar de todo, aún guarda la esperanza de un futuro mejor.
“Quiero salir de esto. No sé cómo, pero sé que puedo. Quiero estudiar, tener una vida normal. No quiero que mis hijos, si algún día los tengo, vivan lo que yo he vivido”, declaró con un brillo de esperanza en la mirada mientras tomaba un trago del refresco que pidió “pa’ desatorarse el taco”.
Durante la charla, notamos que sus respuestas a veces eran incoherentes y su mirada se perdía, aunque por momentos parecía completamente lúcida. Cuando le ofrecimos ayuda, la rechazó con firmeza: “Yo sola puedo”, dijo. Agradeció la comida, se levantó y se fue. Los taqueros, curiosos, nos dijeron que era la primera vez que la veían por ahí.
Isabella es una sobreviviente. A través de su historia se revela un grito de auxilio, un llamado a la empatía y la comprensión. En un mundo donde las luces ocultan las sombras, la vida de Isabella es un recordatorio de que cada rostro tiene una historia. Detrás de cada sonrisa, a veces se oculta un alma que clama por ser escuchada.