Si la escucha se distingue del oír, a la vez, como su apertura (su ataque) y su extremo intensificado, es decir, reabierto más allá de la comprensión (del sentido) y del acorde o la armonía (…), esto significa, por fuerza, que la escucha está a la escucha de otra cosa que el sentido en su sentido significante1
En un sentido amplio oír y escuchar no son sinónimos. La escucha no se detiene en la sucesión de sonidos; va un paso más allá del oír: la escucha está agudizada, tensionada; arroyos y ríos amazónicos se abren paso en rumbos distintos a la presencia inmediata. La escucha es el inicio de una significación construida, diferida, postergada; está habitada por un espeso zarzal de posibilidades: ramas entrecruzadas donde la imagen es diluida en espectro resonante. Jean-Luc Nancy ha puesto la pluma sobre el pentagrama y escribe: “(…) escuchar es estar tendido hacia un sentido posible y, en consecuencia, no inmediatamente accesible” (pág.18). El sonido rebota y el punto donde el eco encuentra voz es el cuerpo; hace vibrar más que estar presente. Mientras la presencia absoluta seduce con su completitud, el resonar escribe en el cuerpo distintas tonalidades y silencios en momentos dilatados. La escucha es el nido donde nuevas citas con el porvenir son empolladas ¿Acaso en psicoanálisis no se está advertido de ello?
La escucha se entronca con un tiempo distinto que disloca la concepción lineal sucesiva. No hay puntos que formen una recta uniforme, sino curvas y nudos que desembocan en los pliegues del cuerpo. El filósofo francés articula a detalle: “Pero el tiempo sonoro aparece, de entrada, de acuerdo con una dimensión muy distinta, que tampoco es la de la simple sucesión (corolario del instante negativo). Es un presente como ola en una marea, y no como punto sobre una línea; es un tiempo que se abre, se ahonda y se ensancha o se ramifica, que envuelve y separa, que pone o se pone en bucle, que se estira o se contrae, etcétera” (pág.32). Este tiempo sonoro en forma de olas espumosas llega a los cañaverales del sujeto donde, por lo menos, existen dos posturas: oír o escuchar. Cuando se oye se comprende en un instante; cuando se escucha, la comprensión y el saber estorban porque lo escuchado ha de resonar en momentos posteriores. Foucault relata cómo los psiquiatras oyen en los gritos del así llamado enfermo mental una perturbación y no al sujeto; oír así, ocluye la escucha y constituye un saber definido. Al oír, no se distingue entre el trinar de las aves y un grito desesperado; sólo se realiza un discernimiento taxonómico. La pregunta es si ese mecanismo en realidad permite abrir posibilidades en las esferas amorosa, artística, científica, política y subjetiva.
Pensemos en el psicoanálisis. El inédito freudiano surge de las aguas del saber y la ciencia de Viena de finales del siglo XIX y se replantea a partir de un acto: el día en que una mujer irrumpe el oído de la ciencia para pedir escucha a su malestar. La escucha posibilitó a Freud dar cuenta que los bucles temporales de la sonoridad y la reformulación del tiempo abren espacios complejos en el sujeto, el término alemán que utilizó fue nachträglich, traducido como a posterioridad. ¿Acaso en el diván no se juega algo de la escucha que permite resignificar la historia del sujeto en carne propia? Oír o escuchar: clave de sol o clave de fa al inicio de la partitura subjetiva. Si la escucha está escrita en femenino se debe a que la mujer no goza de una parte específica del cuerpo; es cuerpo gozante en su totalidad que desgarra con los dientes la presencia del significado terminado y absoluto, posibilitando el estremecimiento del cuerpo ante los embates de cualquier sonoridad, incluida la voz.