Siglos atrás, antes de que el médico francés René Laënnec inventase en 1816 el estetoscopio, los médicos pegaban su oreja al cuerpo del paciente para escucharlo y así entender lo que la enfermedad decía.
La enfermedad es sólo un pequeño ejemplo de la trascendencia de la escucha y del valor del diálogo1.
En el artículo anterior se pincelaba una disyuntiva: oír o escuchar. La alternativa ahí trazada lleva al sujeto a transitar uno de los dos caminos hacia la sucesión temporal del sonido y la voz. Entre ambos conceptos emerge una frontera para separarlos al igual que la geopolítica traza líneas divisoras entre los territorios; linde constitutiva de la prohibición del paso; límite que tratará de definir entre lo propio y lo impropio de una cultura, una región, una lengua o un concepto.
No obstante, la condición infranqueable de la limítrofe antes descrita se ha visto desbordada en distintos casos, infestando la pureza y univocidad de cada lado de la frontera; las lindes se han vuelto porosas y permeables: desde la efervescencia de las bellas lenguas que median el español y el francés hasta Auschwitz, que diluyó las crestas de la civilización y los valles de la barbarie en un contrapunto moderno. El choque continuo de olas en distintos lados han deslavado la impenetrabilidad de las fronteras; las limítrofes permanecen de pie pero el agua dulce y el agua salada han tocado sus cuerpos a través de los huecos del muro para dar paso a nuevas formaciones acuíferas; amalgama que difumina el día y la noche para dar espacio a todos los espectros que fulguran antes de amanecer.
Entre oír y escuchar existen también amalgamas que se cuelan por los agujeros del límite entre ambos: en la inclinación del auscultare puede ocultarse un semblante que sólo oye. El médico tendría necesariamente que situarse en la escucha del enfermo y no sólo medicar desde el lugar del saber; el filósofo requiere la sensibilidad tensionada para volver a escuchar y repensar lo antes mencionado y el soberano tendría necesariamente que escuchar a la res pública para dictaminar una ley. En el artículo de Arnoldo Kraus se da prioridad a escuchar y, en un momento posterior, obligarse a trabajar con el contenido de lo escuchado; muy distinto es ejercer un control indiscriminado de fármacos en el cuerpo del paciente desde una seudoescucha que se anticipa al decir subjetivo; autorizar o legitimar lecturas de manera acrítica o aplicar reformas a la ley con una sonrisa en los labios, haciendo pasar de largo las enmiendas que permiten un diálogo y la apertura al coral multicolor de la participación civil cantando un insistente “sí, podemos”. Cuando el oído se traviste de escucha queda en el viento un rastro siniestro. Ahora, no olvidemos el más allá (o más acá) que divide la frontera: el oído también puede estar direccionado por la escucha. Antón Chéjov plasma en un breve cuento la tristeza de un cochero cuyo hijo muere y nadie quiere escucharlo; al final, quien escucha al conductor es un caballo. La perspicacia del autor ruso apunta, desde esta perspectiva, a que la voz puede llegar a parar a lugares insospechados de la escucha; el caballo, quizá, represente una figura tan enigmática como viernes en la novela de Robinson Crusoe.