Irapuato, Guanajuato.- Muchas leyendas se cuentan en Irapuato pero la de Don Guadalupe el Muñeco es una de ellas, que te harán poner la piel chinita.
Esta historia nos la cuenta Celia Velázquez Vázquez de Durán en el libro Leyendas de Irapuato.
“Todos le conocían de siempre, pero nunca dejaban de verle con curiosidad, y en sus múltiples atuendos hacían que la gente volviera la mirada, buscando en él siempre la novedad.
A veces de ranchero con camisa y calzón de manta, otras de catrín, el traje impecablemente cortado y de finísimo paño, o charro muy bien plantado con hermosos adornos de plata; o bien de obrero con el clásico overol.
Don Guadalupe era llamado El muñeco por presentar tantas imágenes que en común daba una: la de un hombre ratrído y callado que parecía ignorarlo todo; otro de sus disfraces, pues no había una persona que estuviera más pendiente que él de cuanto ocurría a su alrededor. Esto lo comentaba años más tarde doña Agustina la buñolera a los parroquianos que acudían a su puesto para degustar sus ricos buñuelos, siempre acompañados de una humeante taza de atole. Y continuaba:
Vivía solo, en casa de portón grande, de la que pendía una pesada aldaba, las ventanas altas y enrejadas al estilo colonial que a fuerza de permanecer cerradas mostraban una gruesa capa de polvo que la sellaba de manera absoluta. Los cristales daban un aspecto grisáceo, que medio dejaban ver unas pardas cortinas de terciopelo.
Decían que Don Guadalupe era rico –debía serlo, ya que era prestamista– pero fue hasta que murió que las autoridades pudieron contestarlo, descubrieron que la casa era toda una bodega de objetos de alto valor, así como de dinero en efectivo, sobre todo monedas de oro.
De vez en cuando y por las noches Don Guadalupe recibía amigos, aseguran vecinos que celebraban grandes tertulias que al paso de las horas declinaban en alegatos, desórdenes y riñas. Lo curioso era que solo eran hombres los que visitaban al prestamista y nunca se vio que una dama asistiera.
Pero a pesar de llevar una vida disipada este hombre era enigmático– relataba doña Agustina a sus clientes, que entre sorbos de atole y ricos bocados de buñuelos escuchaban atentos–. Los deudores llegaban eventualmente, tocaban con sigilo el portón como no queriendo que los vieran, a poco rato, la pesada puerta se abría para dejar pasar a los desesperados. Don Guadalupe también prestaba en grandes cantidades.
A pesar de todo, este hombre aspiraba a la muerte llegara vestida de blanco y le sorprendiera a la paz de su aposento y como en una noche de boda entregándose a ella teniendo por lecho nupcial aquel féretro, ya tan suyo.
Pero la vida depara en ocasiones lo que no esperamos y sí lo que buscamos, declaraba pensativa Agustina.
Porque aquel hombre que amaba la paz, vivía en un constante escándalo. Así una noche de 1941, los vecinos escucharon el conocido bullicio, proveniente de la casa de El Muñeco y aunque les quito el sueño, no le dieron ninguna importancia, pues digamos que ya estaban habituados, pero a lo que no estaban acostumbrados era a no verle salir y resultó que el prestamista no dio señales de vida, los días que sucedieron a esa noche; fue hasta que un fétido olor hizo aceptar la posibilidad de lo que estaba sospechando con anterioridad.
Más tarde la casa de El Muñeco era abierta por orden judicial y ante la sorpresa de todos, el cuerpo del célebre muñeco yacía a unos cuantos metros de su tan deseado féretro. Después de su autopsia, se declaró muerte por arma blanca, pero de su asesino no se dijo nada.
La casona estuvo abandonada por mucho tiempo, pues algunos trasnochadores juraban hacer visto, al pasar por allí luces temblorosas de las cuatro velas que flanqueaban el féretro. Decían que era Don Guadalupe que buscaba un reencuentro con la muerte, pero en las condiciones en las que siempre la había esperado”.