Pasadas las nueve de la noche había que estar en la Aquiles Serdán (en ese tiempo su sentido de circulación era hacia el sur) para tomar el último o penúltimo Ruta 11 rumbo a la estación de Ferrocarril.
En 1982, antes de la vorágine inflacionaria post lópezportillista, el pasaje costaba tres pesos (si no me falla la memoria) y 1.50 con credencial de estudiante.
Era principio de año, pasadas las vacaciones de diciembre y había que regresan a clases. La mochila repleta de ropa limpia, cuadernos, fotocopias y uno que otro libro, pesaba lo suyo.
En la vieja estación de ferrocarril estaban otros compañeros y compañeras, en su mayoría egresados de la prepa oficial. La mayor parte íbamos a la UNAM, los menos iban al Poli.
Viajar en tren tenía ventajas: el autobús de segunda clase, que rancheaba desde Silao hasta Huehuetoca, pasando por Irapuato, Salamanca, Celaya, Querétaro (en el día también por los Apaseos) y San Juan del Río, hacía entre 5 y 6 horas y cobraba 163 pesos. Con credencial de estudiante o del INSEN, que muchas veces no era respetada, era la mitad, pero sólo había 8 lugares y a veces había que esperar una o dos corridas más para alcanzar un lugar.
El bus de primera clase, con los famosos Dina Olímpicos, eran directos o hacían escala en Querétaro, pero cobraban más de 180 pesos. Si tocaba un Sultana, valían la pena. Eran entre 4 y media a 5 horas de viaje.
Viaje de ida
El tren era otra cosa. El que venía de Torreón pasaba a las cinco de la tarde rumbo a la ciudad de México y el de Ciudad Juárez a las 10 de la noche. Con el primero se llegaba pasada la medianoche y era menester amanecer en la sala de espera de la estación de Buenavista porque el taxi era impagable.
El de Juárez llegaba entre seis y ocho de la mañana y en un Ruta 100 se podía llegar directo a clases a la Facultad de Ciencias Políticas tras más de una hora de lento transitar por la kilométrica avenida insurgentes.
Primera clase de ferrocarril costaba 85 pesos. Los vagones eran casi tan incómodos como los de segunda y cuando se viajaba al inicio o final de vacaciones, era raro que llegaran con lugares vacíos.
Segunda clase era la onda:
Gente con gallinas y guajolotes (alguien por ahí alguna vez viajó con un chivo). Había gente que llevaba su itacate para el camino. Los demás, a comprar:
– El ato de limas en Silao (que también ofrecían en los autobuses, al igual que fruta con limón y chile piquín).
– Gorditas de frijol frito y chile de molcajete.
– Las tortas de una rebanadita de jamón grasoso, queso de puerco (igual de “nutritivo”) o queso fresco.
Los vasos de agua fresca antes de Querétaro o el aguamiel de San Juan del Río en adelante.
Golosinas y chuchería y media, a peso, a tres pesos, a cinco pesos, a diez la orden de tres burritos o quesadillas con repollo, tres trozos de papa y una tirita de pollo deshebrado.
En Irapuato había cambio y revisión de máquina y, si había suerte, se podía alcanzar lugar. De lo contrario, el plan era acurrucarse en dos respaldos de asiento juntos y dormir de pie. Acostarse era un riesgo si de los baños se tiraba el agua, de no muy buenos olores, y llegar apestoso (más todavía) a la gran ciudad.
El tren arrancaba y paraba. Varias veces se “orillaba” para dejar el paso a otros trenes de pasajeros: el de Laredo, el de Monterrey y el de Guadalajara vía Querétaro-Irapuato. A veces había que dejar el paso a largos trenes de carga que no cabían, de tan largos, en las desviaciones de cesión de paso.
Cuando uno viajaba con algún compa, el asunto estaba más chido. Discutíamos a Marx y criticábamos al neoliberal Miguel de la Madrid. Carlitos era priista y debatíamos sabroso. El Velio revolucionario leninista contra el Carlitos revolucionario institucional. Los panistas no jugaban.
Al amanecer se veía Lechería y más tarde el caserío de la conurbación mexiquense. Casas sobre los cerros, grises y feas, no como la de nuestro Guanajuato, llenas de color.
La llegada a Buenavista era el gran respiro, pero la aventura no terminaba: a trepar en el Ruta 100 para llegar a clases a la Facultad.
Viaje de regreso
El retache era menos romántico:
El tren, en ese momento sí limpio y espacioso, salía de Buenavista a las 8. Había lugar disponible y esperaba la ruta de la pueblada: Lechería, Huehuetoca, Tula, San Juan del Río, los hermosos arcos de Querétaro y su no menos hermosa estación, antes de entrar al estado de Guanajuato.
Celaya y sus cajetes de cajeta. La Puerta de Oro del Bajío con sus morelianas y sus dulces; la Salamanca apestosa a refinería, algo así como a café quemado, con sus gorditas y sus tortas; Irapuato y sus canastas de fresas, que sólo tenían la mitad porque abajo le ponían papel. En el fondo estaban las más chicas, verdes o podridas.
Tras el descanso en la Sultana del Bajío, donde podría uno bajarse un rato por unos tacos (con riesgo de perder su lugar si no iba con quien apartarlo). En unos minutos más, el lucerío del pueblo de Silao. Eran como las tres de la mañana y no había más vendimia, pero ni falta hacía. Sólo esperaba llegar a mi querido Lión para no usarlos pestilentes baños del tren (la otra opción era caminar hasta los de primera clase o pulman para buscar un baño más decentito).
Como a las cuatro llegaba a León. Casi siempre mi padre, don Aristeo, iba por mí. Si no podía, había que esperar al primer Ruta 11, bajar en la Miguel Alemán y ahí tomar el Parque San Juan Bosco y llegar a casa, con la mochila llena de ropa sucia, son las fotocopias, cuadernos y libros para preparar examen o estudiar durante el puente vacacional, pues la UNAM tenía fuerte ritmo de exigencia de lectura y escritura.
Envuelta en su estuche, estaba la John Reed, como llamaba a mi Olivetti portátil, con la que escribía trabajos y taras durante las vacaciones.
Nunca se me hizo viajar en Pullman, pero sí alcancé un viaje en Primera Especial, con vagones un poco más cómodos que los autobuses y costo de pasaje similar. En alguna ocasión tomé el tren a Torreón, que salía por la mañana y llegaba a León a las cinco de la tarde. Era el otro paisaje, más serrano y agreste, más mexicano que el del autobús, con sus centrales modernas y sus asientos reclinables.
Cuando paso por las estaciones de ferrocarril de las ciudades del corredor industrial, cierro los ojos y escucho el tra-tran, tra-tran, tra-tran de las ruedas de metal sobre los rieles. Ya me dio hambre. Haré una torta con crema, una rebanada de queso de puerco, vinagre y un jalapeño en escabeche. Sólo me quedan a deber un Lulú, un Jarrito de mandarina, un Barrilito de piña o un Caballito de cerveza de raíz.