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El valioso tiempo de la casa a la escuela y visceversa

regreso a clases 2Nunca entendí porque mis papás me inscribieron en una escuela tan lejana a la casa. De por sí era una ciudad grande, y aparte si sumamos el tráfico… Hacíamos por lo menos una hora y media de camino de ida… y otro tanto de vuelta. Y cuando me subían al transporte… ¡¡¡Ufff!!! La muerte. Levantarme quince a las seis para entrar a las 8:00 en punto. En invierno congelado, en verano bañado en sudor con olor a papitas y a vinagre de la salsa.

Cuando no había ruta de transporte, mis papás pasaban a recogernos (a mi hermano y a mi)… ¡¡pero a veces se les olvidaba que existíamos!!. Eran las cinco o seis de la tarde y ya conocíamos todos los rincones de la escuela. Todos los escondites. Todos los mesabancos. Todo lo de la tiendita cerrada. Aprovechábamos el tiempo  para hacer la tarea y para jugar futbol. Mucho futbol.  Con cinco horas diarias, no sé porque nunca me llamaron a la Selección Nacional.

Cuando se descomponía la camioneta de mi papá, nos llevaba en el “caballo de acero”. Lo más divertido era que nos dejaba casi en la puerta del salón. Era divertido, aunque peligroso. Era parte del mobiliario de la escuela.

Eso fue hace mil años. No había internet ni mucho menos celulares. Si no otra casa hubiera sido.

La señora de la limpieza tenía las llaves de la tiendita. Y nosotros con crédito…. Ni se lo imaginan. Papitas, refrescos, dulces, chocolates.

Un día amaneció casi nevando. Como todas las mañanas antes de ponerme el uniforme “echaba baño”. Cuando llegó el transporte llevaba solamente el suéter del uniforme, y el chofer le dijo a mi mamá que me pusiera alguna chamarra. Pero se hacía tarde y no encontraba con qué cubrirme… me puso lo primero que encontró ¡¡La toalla mojada!!. Cuando llegué al salón las bromas no se hicieron esperar… pero no podía “tirar la toalla” literalmente y estuve todas las clases cubierto con el húmedo Mickey Mouse.

Otro día, donde sí se “la bañaron” mis papás, fue cuando se les olvido por completo que existíamos. ¡¡¡Llegaron casi a las ocho de la noche!!!. No se me olvida por varias razones, pero la principal, que hasta llevaban una hielera con frutsis, jamón, pan bimbo, refrescos. Tal vez pensó que ya nos encontraría muertos, ¡¡pero no!!!, alcanzamos a sobrevivir.

En otra ocasión, nos llevó un señor muy grande que le ayudaba a mis padres. Yo creo tendría unos ochenta años. Nos fuimos en el urbano…. En los urbanos, porque tomamos cuatro autobuses para llegar a dos kilómetros de la escuela. Por ahí pasaba un río en el que podíamos “cortar camino”. Mi hermano y yo lo convencimos de que sería más rápido (y divertido) si cruzábamos el río y nos mojábamos. Llegaríamos mojados pero puntuales.  Pues no fue así. Casi entramos a la escuela a las nueve. Nadie nos creyó la historia, pero les juro que hasta piedritas juntamos como trofeo de la aventura.

Pensaran que mis padres eran mala onda. Pero no, no era así. Ha pasado una vida desde aquel entonces. Y tanto mi hermano como yo, cada que nos vemos recordamos aquellas aventuras de la primaria.  La historia se repitió en la secundaria… y en la prepa… y en la universidad. Las grandes distancias de la casa a la escuela (sólo que ya dependía de nosotros, no de nuestros padres). Era como un modo de vida.

Hoy que tengo hijos, procuro que las escuelas donde estudian estén lo más cerca posible. Los acompaño de ida y vuelta y cuando no puedo hacerlo, las personas que lo recogen están justo a la hora de salida. Reconozco el valioso tiempo que se pierde en el trayecto de la escuela. Lo valoro… y mucho.

Si tienes hijos, valóralo. Si eres estudiante… ¡disfrútalo!.

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