Guanajuato, Gto.- El 8 de diciembre de 1886, en la ciudad de Guanajuato, el matrimonio integrado por Diego Rivera Acosta y María del Pilar Barrientos celebraban el nacimiento de dos gemelos: Carlos María y otro que tendría como nombre oficial Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez. El mundo lo conocería, simplemente, como Diego Rivera.
Rentaban una casa en la calle de Pósitos, ubicada entre el Colegio del Estado y la Alhóndiga de Granaditas.
Al año y medio murió Carlos María y Diego sobrevivió, pero padecía raquitismo y tenía una constitución muy débil. Pese a todo, salió adelante.
El niño Diego vivía entre dos fuegos: una amorosa madre fervorosamente católica y un estricto y liberal padre que educaba con el rigor marcial y anhelaba que ese chamaco creciera fuerte e ingresara al Colegio Militar.
El destino quiso que ese niño de mirada triste y ojos grandes y saltones gustara del dibujo desde tierna edad. Vivió sus primeros años en ese Guanajuato de florecimiento minero gracias a la estabilidad económica impuesta a sangre y fuego por el héroe que venció a los franceses y que terminaría su gobierno como sanguinario dictador: Porfirio Díaz.
Fue un niño de pequeña burguesía provinciana que terminó por irse de Guanajuato cuando él tenía 10 años de edad. En 1896 comenzó a tomar clases nocturnas en la Academia de San Carlos de la capital mexicana. Ahí conoció al paisajista José María Velasco. En 1905, recibió una pensión del Secretario de Educación, Justo Sierra, y en 1907, otra del entonces gobernador de Veracruz, Teodoro A. Dehesa Méndez, que le permitieron viajar a España a hacer estudios de obras como las de Goya, El Greco y Brueghel6 e ingresar en el taller de Eduardo Chicharro, uno de los retratistas más sobresalientes en Madrid.
Habría de convertirse en una de las glorias de la pintura y el muralismo mexicanos. Sus vínculos con España lo llevarían a ser un ferviente comunista, ideología que se plasmaría en su obra muralista. El niño genio del dibujo se convirtió en el adulto genio de la pintura y el nacionalismo mexicano.
Mucho se ha escrito de ese Diego Rivera mitómano, promiscuo y de pensar proletario y vida burguesa, que lo mismo amó y fue amado por hermosas y talentosas mujeres y por una también talentosa e inteligente figura llamada Frida Kahlo.
Sin embargo, del Diego Rivera niño. Sus fotos de niñez, entre ellas con su hermano gemelo se exhiben en la casa natal, ahora convertida en museo. Posa en otras fotos, serio, triste, con un vestido de niña, a los tres años, como se estilaba en su tiempo. Luego, otra foto, ya más grandecito.
El niño Diego pasó sus días de vida inicial en esa casa, con la vista parcial hacia el fondo de la cañada, con un río enfrente y un cerro atrás. Con el jardín del Cantador y el jardín de la Unión distante, que dedicaba más tiempo al dibujo que al juego.
Quizá por eso Diego adulto se autorretrató como niño en el famoso mural de Sueño de una Tarde Dominical en la Alameda Central. Lo abraza Frida, madre atea, a su espalda también está José Vasconcelos, su padre intelectual.
Está cerca dos elegantes damas burguesas, a su derecha; a su izquierda, la calavera garbancera -creación del también presente José Guadalupe Posada-, esqueletuda figura que Diego convirtió en la calavera catrina.
Diego niño aparece vestido de campesino, Diego niño carga flores o lleva un plátano en sus manos. Diego, el niño grande, el caprichudo que se obstinó en pintar a Lenin en un mural pagado por los Rockefeller, el niño del berrinche y la socarronería, el que regresó a su Guanajuato en 1954, a invitación de Armando Olivares Carrillo; el Diego que visitó de nuevo esa casa de su niñez, acompañado por la periodista comunista venezolana Teresa Castillo.
Ese hombretón que nunca dejó de ser niño, murió de cáncer el 24 noviembre de 1957.
Dicen que fue un pintor realista, cubista y muralista mexicano, famoso por plasmar obras de alto contenido político y social en edificios públicos.