León, Guanajuato.- Ni quien esto escribe es un consagrado cineasta italiano ni regresó al sepelio del cácaro Alfredo; tampoco es el Cinema Paradiso, mucho menos está en el siciliano pueblo de Giancaldo.
Pero igual, Salvatore Di Vita llegaría a contemplar ese rincón que era un arroyo sobre la calle Pénjamo con aguas que bajaban por Castilla, Albacete y Valladolid.
No, tampoco es España: es una bodega de productos para limpieza, allá en la colonia que le dio su nombre a uno de los cines de barrio, a un cine pulguita, a un cinito: el Cinema Piletas.
Eran finales de los sesentas y principios de los setentas, en una colonia que pasaba poco a poco de ser periferia a convertirse en zona centro de esa ciudad con picas de calzado, peleteras al por mayor y de camionetas de lámina corroída por el ácido de los cueros.
Había que esperar a ser adolescente para tener permiso (y dinero) para ir al centro de la ciudad y entrar a sus cines: Coliseo (el más accesible), Reforma, Américas, Hernán (y sus famosas tortas) y el inmenso “León”. Para entrar a los “cines de arte”, como El Vera o El Buñuel, donde proyectaban películas porno (dicen, me platicaron), había que tener más años.
Estaban también el cine Insurgentes y el cinema Estrella, pero alejaditos, a donde iban muchos (y muchas) fresitas. El Ideal y El Isabel ya para ese entonces eran recuerdo.
Tener menos de diez años ameritaba poder entrar a donde podían madres o padres podían ir por uno para, a cintarazo limpio o de la oreja, regresarlo a casa (a mí nunca me sucedió: las marcas en las nalgas son tatuajes). La opción más cercana eran esos cines habilitados en casas y bodegas, que daban vida a San Agustín, El Coecillo, San Miguel y otros barrios y colonias donde –dicen- había gente pobretona que no podía ir a los cines “grandes”.
Por eso el regreso, 50 años después, a ese Cinema Piletas, que tenía bancas de cemento, sin respaldo y sin más cojín que el llevado por el espectador; el cinito donde vendían duros de harina con repollo y pico de gallo, dulces y refrescos. Ese cinito oloroso a patas –me platican- y sudores de jornada de trabajo, aunque los fines de semana también olía a Glostora con los pelos tiesos aplacados con brillantina comprada por litros.
Rincón del que queda la referencia de una arquitectura atípica, con una saliente que ilustra donde se montaba el proyector, con ese cácaro que bebía cerveza mientras ponía una película vieja, con pésimo sonido y que a cada rato un rayón o una ruptura interrumpía la proyección.
Eran los tiempos de ir temprano con doña Pachita para alcanzar atole blanco, de púscua. La señora –ya mayor- también ofrecía servicios de sobadora y era la más solicitada cuando por tragones los chamacos se empachaban y los llevaban a la curación, para al regresar a casa hacer esa mierda entre verde oscura y negra, toda apestosa (me contaron).
Cerca de ahí vivía Piolín, el payaso de las fiestas que luego hizo dueto con Cascarita en el Canal 10 y se harían famosos por el cese generado por aquel pasaje de “Los niños nos han mandado muuuuchas cartas” y su correspondiente “sí, son un chingo”. Se le recuerda mucho porque su mujer era muy guapa y se le veía pasar como a Malena (por eso hay que amar al cine italiano).
El ánima de Gastón Santos pasea en caballo blanco a La Llorona; los jinetes de la bruja resuenan en blanco y negro, Viruta y Capulina sacaban la carcajada con el vulgar pastelazo y retumban en la añoranza esas alaridos agudos de chiquillería: “¡Santo, Santo!”… y no era rezo, sino el grito de victoria sobre las momias de Guanajuato que nos asustaban con su cara de máscara de hule.
Las colonias Industrial, Piletas y España no son restaurados pueblos del Mediterráneo. Sus calles pedregosas de lodo pegajoso en tiempo de lluvia, con cáscaras con piedras marcando porterías ya no están más ahí.
Ahora están las pintas. De los pocos viejos negocios de la época persiste la tienda de abarrotes de Albacete y Castilla y la tortillería del pelón Fonseca. El trasquilador Tijeras de Oro, que casi rapaba en cada corte y decía “hay que ponerles un corralito” cuando entre el cabello circulaba el piojerío, ha dejado su espacio a las Barba Shop.
Donde estaba el pocito de agua que dejaba la piel seca y el cabello tieso y que había que aventar meros de lazo de yute para sacar con la cubeta el líquido y cargarlo hasta casa para lavar pisos y bañarse (ni hervida sabía bien), quedó cubierto por las bases del puente peatonal que da seguridad para cruzar el boulevard San Juan Bosco, otrora carretera a Lagos de Moreno.
Pintas y baches y aguas encharcadas cubren esas calles de piedra y lodo. El viejo arroyo Mariches, con sus sembradíos y pasos de lado a lado es ahora un canal de concreto. Del barrio saludador se pasó al de residentes recelosos:
“¿Qué pedo, don, por qué anda sacando fotos?”
Se le explica al de mirar retador:
Nací y crecí (en sólo un decir para alguien que mide 1.60 metros) en la calle Nuevo México, acá atrás. El tipo escuchó los recuerdos en torno a esa fea construcción que ahora es depósito de quién sabe qué, de cuando era el Cinema Piletas.
Quien esto escribe se sentía como Totó, como el Salvatore solterón y viejero, que regresaba a ver la nostalgia del cine de su niñez; para su interlocutor era un “ruco vaciado que viene a contar sus ondas”.