Columnas

Carbón, agua y sangre

Uno a uno fuimos descendiendo hasta llegar a los sesenta y dos metros del tiro. Todos teníamos una buena razón para jugárnosla dentro de aquella mina

El sol comenzaba a lanzar su primeros rayos del día. Teníamos la cara llena de carbón y estábamos encandilados, pero eso era lo de menos, teníamos hambre y estábamos sumamente cansados… sin embargo, los diez caminamos lentamente, a cada paso, entre el polvo que levantaban nuestras botas.

Todo comenzó hace cuatro días, cuando iniciamos nuestra jornada nos persignamos como cada momento en el que ingresábamos a la mina. En la mera entrada está la imagen de la virgencita a quien le dejamos nuestras vidas en sus manos.

Uno a uno fuimos descendiendo hasta llegar a los sesenta y dos metros del tiro. Todos teníamos una buena razón para jugárnosla dentro de aquella mina.

Por ejemplo don Jaime, a quien solo le faltan unas cuantas semanas para jubilarse, o como Rogelio y su hijo José quienes buscan una mejor calidad de vida.

Hugo, Sergio, Jorge y Mario, iban al inicio. Estábamos de buen humor, pues los quince teníamos esa parte de camaradería a pesar de las diferencias de edades. Varios eran mineros experimentados, y otros más jóvenes, con toda la leche encima, como para comernos la lumbre a puños.

Cuando estábamos en la parte más baja, justo donde ya estaba el carbón a puro pico y pala, intentábamos avanzar para conseguir la mayor cantidad posible, pues la tonelada apenas y nos la pagan a cien pesos. Necesitamos sacar al menos unas cuarenta y cinco para que sea costeable.

—¡Ya se puso duro!—comentó Hugo mientras me hacia señas para que yo continuara picando.

Me puse al frente y piqué una y otra vez. En la tercera embestida, se escuchó un ruido muy fuerte, ensordecedor. Era agua. Habíamos llegado hasta donde había una corriente subterránea. La tierra bramó y se abrió como una puerta hacia el infierno.

El agua que provenía del río Sabinas tiene muchas corrientes subterráneas y llegamos justo a una de ellas. La fuerza era tal, que nos lanzó con gran intensidad hacia atrás. Del trancazo perdí mi casco y mi cabeza se estrelló contra una gran piedra.

Alcancé a ver al Ray que corría con gran rapidez, aunque no la suficiente, porque la fuerza de la corriente le dio alcance. Como pudo, logró aferrarse a aquella manguera que daba al exterior, pero no era la manguera lo que lo salvaría, sino la imagen de su pequeña niña que precisamente el día de hoy era su cumpleaños número nueve.
Junto al Ray, otros cuatro compañeros alcanzaron a llegar hasta la superficie. Los gritos y llantos anunciaban una tragedia inminente.

Los que nos quedamos abajo, los diez, quedábamos sepultados, en medio de aquellos minerales de carbón, con los pulmones llenos de agua y y con nuestras cabezas llenas de sangre. En realidad no nos ahogamos por el agua, nos ahogamos por aquel lodo, turbio, espeso y negro de las condiciones laborales, de las que no teníamos la garantía de ningún tipo de seguridad.

Las lámparas de los cascos se apagaron, así como se apagaron nuestros sueños e ilusiones. A don Jaime no le alcanzó la vida para jubilarse, y los demás jamás volveríamos a ver a nuestras esposas, hijas, hijos, hermanos, hermanos, padres, madres y amigos.

Tal vez algunos de nuestros compañeros tengan la fe y la confianza de que nos puedan encontrar con vida, pensando en aquellos recovecos que se forman bajo estos tres pozos, pero la realidad es que ni siquiera tuvimos el tiempo de llegar hacia ese lugar que nos permitiera obtener un poco de oxígeno.

Pasaron cerca de dos horas, y de pronto todo fue calma y tranquilidad. Apenas un leve goteo se escuchaba a lo lejos. La oscuridad era total y ya nadie decía nada.

Aquellos sueños flotaban por encima del agua que se había teñido de rojo y negro.

De pronto, el ruido de un motor se escuchó a lo lejos. Ingenuamente trataban de sacar el agua del pozo, no sabiendo que entre más sacaban, más se llenaba. Era un cuento de nunca acabar.

A mi mente llegó el recuerdo de Pasta de Conchos. Siempre había pensado en lo que les había pasado, y ahora parecía increíble que yo estuviera exactamente en la misma situación.

Uno a uno nos fuimos poniendo de pie. Entre la oscuridad encontramos nuestros cascos, nos limpiamos un poco la cara para poder ver lo que teníamos enfrente.

El sol lanzaba sus primeros rayos, y a pesar de ser temprano, el calor ya prometía que llegaríamos a los cuarenta grados.

Enfrente de nosotros, la tristeza se reflejaba en los rostros de nuestros familiares. El llanto era interminable y los gritos de impotencia, tristeza, y desesperación se escuchaban por todo Coahuila.

Los militares y todos los que participaron en las labores de rescate, tenían una cara de cansancio, y sobre todo, de tristeza y frustración. Hicieron su mayor esfuerzo en intentar rescatarnos y a pesar de esto, no fue posible.

Los diez nos abrazamos y mientras avanzábamos lentamente, prometimos no mirar hacia atrás, hacia aquella mina llena de carbón, agua y… sangre.

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