
Por Alice Juárez | Redacciones y Reflexiones
Con el tiempo aprendí —a veces a golpes— que tiene sus ventajas no esperar nada de nadie.
No es que haya perdido la esperanza: todavía espero cosas buenas de la vida. Conservo esa fe casi mística que, aunque herida, sigue latiendo en lo más profundo de mi corazón. Pero dejé de creer ciegamente en las personas, en las buenas intenciones, en las promesas que se lanzan al viento y se desvanecen sin culpa.
No pretendo generalizar. A lo largo del camino me crucé con seres luminosos, casi etéreos, que parecían enviados del cielo disfrazados de mortales. Hicieron el bien sin pedir nada a cambio, sin anuncios ni aplausos. Existen, sí, pero son cada vez más escasos. Tan raros como esas especies hermosas que la humanidad extinguió sin darse cuenta y que ahora solo sobreviven en documentales y libros olvidados.
Yo, por mi parte, me he ido desilusionando poco a poco del ser humano. No es fácil admitirlo, porque crecí en una cultura que me enseñó a confiar, a compartir, a tender la mano. Me formaron para dar sin medida, convencido de que todo lo que uno ofrece regresa multiplicado. Pero lo cierto es que no siempre vuelve. A veces das con el alma… y recibes a cambio el vacío. O peor aún: la traición.
Nos enseñaron que dar era sinónimo de cosechar. Que, si eras bueno, atraerías bondad. Que el universo era justo. Pero nunca nos hablaron de lo impredecible del corazón humano, ni de los egoísmos disfrazados de buenas maneras. Nos tatuaron el “sentido común” como si fuera ley universal, sin decirnos que el sentido común no es tan común… y mucho menos equitativo.
Con el tiempo entendí que no todos interpretan el amor, la lealtad, la amistad o el compromiso de la misma forma. Lo que para unos es un acto de entrega, para otros puede ser una molestia. Lo que algunos consideran respeto, otros lo ven como debilidad. Así es: a cada acción le sigue una reacción, pero esa reacción no siempre es justa ni comprensible.
Aprendí también que, mientras unos celebran tus logros, otros los miran con envidia disfrazada de indiferencia. Algunos te aplauden de frente y te arrastran por la espalda. La crítica es más fácil que el reconocimiento, y hay quienes llevan la amargura tan a flor de piel que no toleran ver feliz a quien eligió sanar.
Y, sin embargo —y ahí está lo más irónico—, en medio de esa decepción, encontré una extraña libertad. No esperar nada me enseñó a valorar lo que llega sin obligación. A distinguir lo genuino de lo conveniente. A soltar expectativas que solo traían dolor.