Por: MakaBrown
La ciudad estaba totalmente destruida. En tan solo ciento veinte segundos, los escombros estaban apilados por todas las calles.
El dolor, la angustia, la desesperación y un olor a muerte se percibían por todas partes.
Eran las siete de la mañana con veintiún minutos de aquel 19 de septiembre de 1985. Muchos no alcanzaron a despertar para contarla, murieron aplastados bajo aquellas toneladas de escombros, vidrios y varillas.
Le comente a mi jefe que cuándo entraríamos en acción, pues estar dentro del cuartel generaba más tensión, en lugar de estar en las calles ayudando a salvar vidas.
Pasaron más de veinticuatro horas que nos dieron luz verde para ayudar a las víctimas a salir de entre los escombros.
El panorama era desolador. Había muertos por todas partes. Niños, mujeres, hombres, ancianos. Había fuego en algunas partes. No había energía eléctrica, solamente un fenómeno entre los mexicanos, que después se haría un estandarte: la solidaridad.
Me dirigí al estadio de beisbol, porque ahí estaban llevando a todos los cuerpos sin vida. Los heridos de gravedad se los llevaban a los hospitales, y a mi me tocó esa triste labor de seleccionar los cuerpos para irlos separando: mujeres en un lado, niños en otro, hombres y ancianos en otro.
Sus cuerpos estaban muy lacerados, a algunos les faltaba algún miembro de su cuerpo. A cada uno le fui cerrando sus ojos, al tiempo que los iba cubriendo con una sábana blanca. Eran cientos.
Esta logística mortal, la hicimos porque una gran muchedumbre estaba en busca de sus seres queridos, y para evitarles la pena de ver tantos y tantos cuerpos sin vida, los seccionamos por género y edad.
Al llegar la noche, el silencio era impresionante. La mayoría de la gente de había retirado de las puertas del estadio. con vida, solamente estaban trabajadores de aquel inmueble deportivo y yo.
Había una gran tristeza y desolación en sus miradas.
—Intenten dormir, —les decía mientras les acercaba unas cobijas que amablemente nos hicieron llegar algunas almas caritativas.
—Gracias… dormiremos un rato y luego nos despiertas para que también descanses, —me dijeron.
No había luz, apenas una leve fogata que hicimos y unas cuantas veladoras iluminaban aquel tétrico lugar.
Estaba muy cansado, pero no podía dormir. Era increíble la pesadilla que estábamos viviendo.
De pronto, una voz se escuchó en medio del campo.
—¡Ayuda… ayúdenme!, —era la voz de una mujer.
—Está viva… está viva, —pensé, mientras corría por entre los cuerpos tirados. Pero no se veía a nadie con vida.
Con una pequeña lamparita trataba de iluminar para ver si veía algún movimiento, pero nada. No había nadie.
—¡Por acá… ayuda por favor..!, —ahora era la voz de un hombre.
Giré para ver si estaba alguien, pero tampoco. Nada de nada. La piel se me comenzó a erizar cuando una, dos, tres, cuatro… cientos de voces pedían ayuda. Eran gritos de terror, y de desesperación.
Pensé que me volvería loco y fui a despertar a mis compañeros rescatistas.
También ellos los escuchaban. Ninguno de esos cuerpos con sábana blanca tenía vida. Ninguno.
Cuando por fin amaneció, entre el bullicio de la gente de afuera del estadio, así como el ruido de las retroexcavadoras aquellas tenebrosas voces se iban apagando.
Los cuerpos seguían llegando más y más. Conté al menos dos mil de todas las edades y de todos los niveles. Solo una cosa tenían en común: Nadie les aviso que ya estaban muertos.
La segunda noche, la pesadilla fue peor, los llantos y gritos eran como un lamento clamando ayuda.
Así estuvimos durante más de diez días. Escuchando, y rezando por aquellas almas, que se paseaban por aquel estadio de beisbol, por aquella morgue improvisada en el temblor de mil novecientos ochenta y cinco.