Por: Davinchi
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Era el fin de año y estaba solo. No tenía a ningún familiar, ni amigo alguno con el que pudiera contar. Fue un 31 de diciembre en el que hacia tanto y tanto frío. Me metí a la cama pensando no solamente lo que me había pasado en el año que terminaba, sino en lo que sería mi vida en este nuevo año que estaba por comenzar. Saqué fuerzas de no sé dónde y me senté solo en aquella mesa de la cocina. Brindaré por un México mejor, por un mundo mejor. Tomé un vaso de cristal y en la llave del fregadero me serví un poco de agua helada. Ya tenía todo lo listo para hacer mi brindis, no necesitaba de nada ni de nadie. No es que fuera un “grinch”, sino que está temporada invernal me había vuelto un ser más que amargado.
Antes de brindar conmigo mismo, me acordé que tenía una botella con varios años de añejamiento ¡casi lo olvidaba! Busqué en el interior de aquella cantinita (que ahora no servía más que para guardar viejos recuerdos en lugar de buenas botellas). Saqué una caja y luego otra. Una vieja fotografía que me encontré hizo que se me erizara la piel. Los buenos momentos habían terminado, y a pesar de tener un pasado lleno de experiencias a tope, el presente era todo lo contrario. Ahora estaba solo… con mi vaso de agua de la llave y con una botella de tinto que no encontraba.
De pronto una rara sensación invadió mi ser. Tenía la gran duda si ya la había bebido en algún momento de mi borrachera imaginaria o simplemente nunca hubo tal botella. Tener esa duda me mataba, pero no podía morir ahora que iniciaba el año.
Siempre han representado la muerte de un viejo y el nacimiento de un niño como el principio y el fin de los años nuevos. No sería el bebé, pero tampoco era el anciano con la pérdida de la memoria, en no saber ni siquiera quien era, quien soy, y lo peor… en dónde está la botella de vino.
Una botella que no fue parte de mi imaginación… ¡estaba seguro de que existía!. Saqué la tercera caja y ¡ahí estaba!. Mi corazón latió tan rápido sólo de pensar que había descubierto “el tesoro”. Mi tesoro.
¡Gracias… gracias… gracias! Pensaba al tiempo que sujetaba aquella botella con ambas manos. La puse sobre aquella histórica barrita. En ese lugar solamente estaba el vaso con agua, la barra con la cajas de recuerdos, la botella que era mi tesoro, el espejo de la barra con quien últimamente ha sido mi compañero de charlas y el año que llegaba a su último aliento.
Me grité al espejo diciéndome que era un cabrón bien hecho, que sin mí la vida no sería igual, y que vendrían años mejores… que todos me envidiarían, todos me seguirían, pero para eso habría que celebrar.
Cuando quise abrir la botella un balde de agua congelada me cayó por sobre la espalda. ¡La botella era de corcho!. ¡Noooooo, no, no no…. ¿Por qué?…. ¿Por qué? Me mentaba la madre a mí mismo una y otra vez.
¡No tenía sacacorchos! De eso estaba seguro. A mi mente llego la imagen de aquel triste gato en celo que no paraba de maullar toda la noche. Fue tanta la lata que me estuvo dando que pensé en aventarle uno de mis zapatos, pero eran los únicos que tenía. Fui a la cocina, tomé un cuchillo, pero también era el único que tenía. Abrí el cajoncito de en medio de la cantinita, y ahí estaba el sacacorchos, y como tenía unos cuarenta años que no lo utilizaba, no dudé un solo segundo. Abrí la puerta y se lo aventé con todas mis fuerzas a aquel gato negro que andaba en busca de amor. Lo que encontró fue un fuerte golpe, no se le encajó sólo porque el dios felino debe ser muy grande.
Volví a verme al espejo y me dije a mi mismo que este año no brindaría nuevamente con agua, y como mi orgullo es más grande que mi necesidad tampoco iba a pedirle un sacacorchos a cualquier vecino.
Piensa. Piensa. Piensa. Usa el cerebro, me decía una y otra vez. Fue hasta entonces que se me ocurrió la brillante idea de abrir la botella de tinto con… con… con… de pronto una melodía llegó a mi memoria: “Tómame calientito a tu ritmo, que soy como un vino añejo, hace ya tiempo me ando buscando y no me encuentro ni en el espejo”… ¡recapacita! ¡no vaya a perder la cabeza!.
No la perdí, tomé un cuchillo y lo puse en la entrada de la botella. Intenté llegar hasta el corcho pero como no alcanzaba fui por un martillo para golpear el mango de aquel cuchillo. Otra vez la cancioncita “no vaya a perder la cabeza”, pero sí que la perdí cuando se despostilló la botella. Una lluvia de imágenes de envases de cerveza despostilladas que tiré en mi juventud. Millones de botellas de cervezas rotas porque me “podía morir si me tragaba los vidrios”. Ahora no importaba comerme los vidrios. Era fin de año y no volvería a brindar con agua. Lo intentaría una y otra vez. Este fin de año no brindaría con agua, lo haría con un tinto añejo, que con los años me hace más listo.