Doña Chayo una bruja querida y temida, en Irapuato

Las historias de "La Bruja del Barrio" que marcaron la infancia de Juan y la relación cotidiana de su familia con la brujería

Irapuato, Guanajuato.- En un pasillo en penumbra, un niño de tres años apretó la mano de su madre y miró cómo la oscuridad parecía cobrar vida. No fue una película: fue la casa de su abuela, Doña Chayo, a quien los vecinos recordaban como “la bruja del barrio”. Hoy, Juan —el narrador de estos recuerdos— recompuso en voz baja las historias que marcaron su infancia y la relación cotidiana de su familia con la brujería.

La imagen que abre el relato; luces que se apagan, tirones de cabello, sombras que se mueven; forma parte de una serie de episodios que, según Juan, eran habituales alrededor de su abuela materna. “Mi abuelita… era de las brujas antiguas. De las que te leían el cristal, las cartas y te hacían trabajillos”, contó. Doña Chayo, originaria de Irapuato, no era solo una figura esotérica: era un personaje central en la vida del barrio, estimada por algunos y temida por otros.

El retrato que ofreció Juan mezclando lo cotidiano con lo sobrenatural indicó que Doña Chayo no vivía aislada; “era muy buena gente”, recuerdan los vecinos. En su patio y pasillos se contaban historias que hoy suenan a leyenda: “Le jalaban el cabello y le apagaban las luces… le tocaba ver un “pinche” guajolote del tamaño de una persona”, rememora Juan. Aquellas visiones, entre místicas y grotescas, se imprimieron en la memoria del niño que, según confesó, guarda recuerdos borrosos desde los dos años.

No todas las anécdotas hablaron de asombro, también sobre la vecindad del barrio de antes era solidaria, con complicidades y cuidados que hoy ya no se ven. “Era un barrio que se apoyaba, era otro ambiente”, dijo Juan. Doña Chayo, además, ofrecía remedios y ayudaba a jóvenes en problemas: “ella era la que andaba alivianando a los “pinches” marihuanillos. Y ahí les daba el vapor”, relató. Ese rol social le ganó respeto y cariño entre quienes la conocieron.

La historia de Doña Chayo se entrelaza con otras tradiciones esotéricas. Juan recordó a una amiga de su madre, una mujer que vino de Catemaco, el pueblo veracruzano famoso por sus curanderos, y que todavía vive en la calle Ermita del Barrio de la Nuevo México. “Era de las meras buenas”, dice, aunque admite que ya no recuerda el nombre exacto de dicha bruja. la presencia de esa mujer refuerza la idea de una red de prácticas y saberes que circulaba entre vecinos y familias.

Pese a la cercanía, el oficio no se heredó directamente. “¿Tu mamá ya no aprendió el oficio? —le pregunté—. No, que cree que…”, respondió Juan, para precisar que la abuela se relacionaba y compartía con otras brujas pero que la siguiente generación no continuó necesariamente la práctica.

Las anécdotas sobre Doña Chayo no son solo episodios de intimidad: también hubo enfrentamientos. Juan cuenta que su abuela, de carácter fuerte y peligrosa cuando se enojaba, intervino en una pelea vecinal para proteger a una amiga. Según vecinos, la intervención tuvo un componente dramático: “La abuela traía pistola y se la tronó en las patas e hizo brincar al “cabrón” que golpeaba a su amiga”. Juan matiza la narración con un tono de quien repite lo oído: “Dicen los vecinos…”. La historia sirve para mostrar que, en aquel tiempo, la brujería se mezclaba con códigos de respeto, autoridad y, en ocasiones, violencia, o al menos con gestos que se interpretaban como advertencias.

Lo más valioso del testimonio de Juan es la ambivalencia: Doña Chayo fue al mismo tiempo mujer temida y querida, curandera del barrio y personaje legendario. Las historias de luces que se apagan o de apariciones enormes conviven con relatos de generosidad: ayudar a jóvenes, recibir visitas, formar parte del tejido social. Incluso la relación con la vecina de Catemaco, a quien Juan invitó al baby shower de su hijo, muestra que los vínculos persistieron hasta la adultez.

“Pues imagínense mi abuelita… era mujer de carácter”, dice Juan, y su voz revela orgullo y respeto. Ese balance entre el temor por lo inexplicable y la cercanía humana atraviesa la memoria colectiva del barrio.

La historia de Juan y Doña Chayo no busca probar ni desacreditar lo sobrenatural; funciona más bien como un retrato de cómo la brujería se integró a la vida cotidiana de un vecindario: como servicio, como advertencia, como ritual y como compañía. En palabras de Juan: “El barrio la estimaba mucho a mi abuelita. Porque era muy buena gente”.

Hoy, cuando las calles y las relaciones de barrio han cambiado, esas historias quedan como patrimonio oral: relatos que mezclan lo místico con lo social y que permiten entender cómo, en ciertas comunidades, la práctica esotérica no fue un tabú secreto sino una pieza más del tejido vecinal. Juan las cuenta con la naturalidad de quien creció entre ellas y conserva, en su memoria, la figura inolvidable de Doña Chayo.

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