Jorge Ibargüengoitia se mofó de adulto de la ciudad que amó de niño

Guanajuato, Gto.- La calle Conde de la Valenciana está en el costado sur de la presa de la Olla. Frente a esa atalaya que popularmente se conoce como “faro”, está una casa con una terraza desde donde se miran las aguas y se aprecian los árboles del parque Florencio Antillón. Ahí parecen resonar los ecos de las voces de un niño sagaz y juguetón que de adulto haría sorna de la tierra de su origen.

Jorge Ibargüengoitia decía de sí mismo:

“Nací en 1928 (22 de enero) en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital.”

Era una familia descendiente del gobernador liberal Florencio Antillón.

Su padre, Alejandro Ibargüengoitia era liberal, pero doña Luz, su madre, era ferviente católica y lo mandó a una escuela de religiosos maristas en la ciudad de México

En posteriores textos con referencias autobiográficas, Jorge Ibargüengoitia relató brevemente sus estancias temporales en Guanajuato. En los retornos al terruño natal, el mundo inmediato de Jorgito eran la Casa de la Presa y el jardín con el nombre de su bisabuelo.

Existen testimonios de que el niño Jorge acudía a jugar a ese jardín que está justo enfrente de la casa donde nació.

El guanajuatense mostró su vocación por las letras desde niño: publicó que escribió su primera obra literaria a los seis años; narró –ya adulto- que fue convertida en libro cuando ya tenía siete, cuando murió su abuelo, “el otro hombre que había en la casa”:

Así describió esa vivencia:

“Ocupaba tres hojas que recorté de una libreta y que mi madre unió con un hilo. No recuerdo qué escribí en ellas, ni qué tipo de letra usé, pero todos los que vieron aquello estuvieron de acuerdo en que parecía un periódico”.

Y ahí entra su otra vocación: “A los diez años hice un periódico. No sé qué tenía adentro ni sé qué escribí, pero toda la gente que veía ese papel se daba cuenta que era un periódico. Después escribí cuentos, pero desde los doce años sufrí una especie de bloqueo y durante los siguientes años no escribí y casi no leí nada”.

Jorgito se quedó solo con esas “mujeres que me adoraban”, en alusión a sus tías y su madre.

En “Viaje al centro de tierra” escribió que tenía cuatro años cuando lo trajeron por unos días a Guanajuato. Primero llegaron a la ciudad en la famosa “burrita”, como se conocía el viejo ferrocarril de carga y pasajeros que circulaba de Irapuato a Silao y de ahí a la capital. El niño Jorge tuvo su primer reencuentro con su origen natal: “La cada de la presa, donde yo nací y había vivido hasta los tres años, estaba rarísima. Estaba llena de olores extraños, a los que nunca me

acostumbré y que no he olvidado”. Atribuía el olor de borra podrida y mimbre mohoso a la inundación de 1907 (fue en 1905 y su casa no se inundó). Se quedaron en un hotel y luego se fueron al rancho –la exhacienda- de San Roque-.

El niño Jorgito, desde su condición de infante fue severo calificador de esa ciudad de rancia religiosidad. Así describió una visita a Guanajuato en 1934:

“El Viernes Santo más devoto que recuerdo, lo pasé cuando yo tenía seis años de edad. Mi madre y yo acabábamos de llegar a esa ciudad para una visita de varios días. Fuimos a la casa de unas tías que eran ratas de sacristía y las encontramos entusiasmadas: el programa que había en la parroquia para conmemorar la muerte de Cristo era de primera”.

(…)

“Lo que dijeron los predicadores me entró por una oreja y me salió por la otra, pero el olor de los fieles, y la manera que cambiaba el aspecto de las cortinas moradas conforme el sol se movía es algo que no he olvidado. Son las horas de tedio más perfectas que he pasado en mi vida”.

La familia lo retornó a la ciudad de México y luego Jorge radicó en Coyoacán, donde -afirmaba Luis Palacios- “comenzó a evocar al Bajío y a la ciudad de Guanajuato”. Sus estancias, regularmente breves, y sus vínculos con Guanajuato lo llevaron a que años adelante pagara a su ciudad natal con su obra irónica. La parte más amable al aludir a su Cuévano-Guanajuato, fue cuando lo hacía desde sus recuerdos de niñez.

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