Memorias de una muy buena infancia… pero, ya no existen historias como esta

Un recorrido por los recuerdos de una niñez feliz, contada desde la mirada de quien la vivió y añora verla reflejada en las nuevas generaciones

Por Abraham González Soria.

A lo mejor no tiene nada de extraordinario para ustedes, pero yo viví una buena niñez. Una de esas que se recuerdan con una sonrisa y un nudo en la garganta. Hoy, quiero compartir algunos de los recuerdos más significativos de mi infancia. No pretendo más que eso: abrir una caja vieja de memorias y dejar que salgan, como crayolas gastadas, juegos en la calle y tardes de trompo. Porque, aunque el mundo ha cambiado, hay cosas que vale la pena no olvidar.

Hay un punto en mi memoria que brilla con una nitidez especial, como si fuera un tesoro bien envuelto dentro de una vieja caja de zapatos: el kínder. Antes de eso… nada. Como si mi historia comenzara justo ahí, entre crayolas, risas, y esas primeras travesuras con las que uno empieza a descubrir el mundo.

Recuerdo esa etapa con una ternura enorme. A veces me pregunto si fue real o solo un sueño bonito. Jugábamos al “Lobo, lobo, ¿estás ahí?” y cantábamos con el maestro de piano mientras tratábamos de seguir el ritmo con las palmas, torpes pero felices. Lo que más me fascinaba eran los días de teatro de títeres. Nuestra maestra, tenía un don para hacer que aquellos muñecos cobraran vida. Nos leía cuentos como si los estuviera inventando en ese mismo instante. Su voz era suave, paciente, como un abrazo. Sin duda, fue una gran, gran educadora.

Cuando entré a primaria, para ser preciso, segundo de primaria, me volví experto en “echarme el pato” para irme a las maquinitas, sí aunque no lo crean, un niño de 7 años. Ahí se me iba el tiempo, ficha tras ficha, jugando Mario Bros y otros títulos. Hasta que me descubrieron. Me llevaron a la escuela casi de una oreja, mi mamá y mi hermana a empujones y casi cargándome me llevaron de regreso a la escuela, con unos lamentos que seguramente se oyeron en toda la escuela. Nunca más volví a faltar.

Tuve solo dos maestras durante toda la primaria: Lupita y María del Refugio —“Cuca”, como todos le decíamos. Tan distintas, pero igual de formadoras y de las que tengo un cariño entrañable. Aún recuerdo con antojo esos tacos de harina con frijol y chile que vendían en el recreo por un peso. A veces no me alcanzaba, pero el hambre y el sabor hacían que valiera la pena cualquier sacrificio.

Al salir de clases, la “palomilla” se iba directo al jardín principal. No teníamos celulares ni relojes. Solo las ganas de correr y vivir. Jugábamos a la traes, los quemados, el burro 16, las canicas, el trompo y el yoyo. Era media hora de libertad absoluta antes de regresar a casa, donde mi mamá ya tenía la comida lista. Nada sabía mejor que esos guisos con sabor a hogar… a la fecha.

En casa, la vida era un torbellino de cariño y travesuras. En ese entonces era el menor de tres, lo que automáticamente me convertía en el blanco preferido de las bromas de mis hermanas. Nada cruel, claro. Solo esas pequeñas batallas de hermanos que hoy recuerdo con una sonrisa. No me gustaba estudiar, pero me encantaba jugar. ¡Y cómo jugábamos!

Antes se podía andar solo por la calle. Yo lo hacía todo el tiempo. Y los fines de semana eran sagrados: íbamos a casa de mis abuelos paternos. Ahí la revolución era total. Primos por montones, tierra por todas partes y un ejército de travesuras que parecían no tener fin. Más de una vez me regañaron por cosas que ni hice —bueno, a veces sí—, pero cada chanclazo valía la pena.

Mi abuelo tenía una camioneta con redilas. Cuando nos subía a todos para ir a visitar a su mamá, mi bisabuela Chana, el viaje se sentía como ir al otro lado del mundo. El campo, para mí, era una ciudad sin límites. Corríamos, escarbábamos, hacíamos túneles y zanjas, atrapábamos renacuajos, jugábamos a ser vaqueros o guerreros. Llegábamos mugrosos, pero llenos de vida. Éramos libres.

Hoy, todo eso cambió.

Tengo 40 años y me duele ver cómo los niños ya no juegan en la calle. No pueden. Hay miedo, hay pantallas, hay prisas. Los trompos y canicas ya no giran, ni se escuchan los gritos de “¡la traes!” en los jardines. Los abuelos ya no llevan a los nietos al campo, y los domingos en familia se han vuelto excepción.

Hoy los niños tienen menos tierra en las manos… y más soledad en el corazón. Anhelo que todo sea deiferente, pero eso ya no depende de mí, sino de las nuevas generaciones, de los nuevos padres.

Cada Día del Niño celebro al niño que fui. Ese que jugaba hasta ensuciarse, que soñaba sin límites y se inventaba mundos con cualquier cosa.

Porque ser niño no era una etapa… era una forma de ver la vida con ojos limpios y el alma abierta.

Y ojalá, aunque sea por un ratito, todos podamos volver a serlo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button
Periódico Notus
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles. Aquí más información