Hace 40 añosos murió el escritor Jorge Ibargüengoitia

Hay indiferencia institucional sobré él y su obra

Guanajuato, Gto.- El 27 de noviembre de 1983, el avión “Olafo” de la línea aérea “Avianca” se desplomó al salir del aeropuerto de Barajas, en Madrid, España. Cayó en un lugar llamado Mejorada del Campo. En la nave viajaba, entre otros artistas, el escritor guanajuatense Jorge Ibargüengoitia. A 40 años de su partida su nombre está casi en el olvido institucional.

De ese accidente sólo quedaron un zapato y un montón de cenizas que se supone era su cuerpo. Esos restos fueron colocados en una bala de cañón y ésta fue encriptada en un cenotafio ubicado en el Parque Florencio Antillón, quien fue bisabuelo del escritor, a unos pasos de la casa donde naciera, que se encuentra en el Paseo de la Presa (él le llamaba “de los Tepozanes”).

Ni un homenaje, ni una mención, sólo sus lectores lo recuerdan.

Así se describía:

“Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir a la capital; cuando tenía siete, mi abuelo, el otro hombre que había en la casa, murió. Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera Ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión –´lo que nosotras hubiéramos querido’- decían, ‘es que fueras Ingeniero´- más tarde se acostumbraron”.

La “tumba” en el parque Florencio Antillón.

Del teatro a la novela

A mediados de la década de los 60 del siglo XX, a Ibargüengoitia le dio por transitar de la dramaturgia (ya para entonces reconocido por su excelente escritura para teatro (menos por su maestro), distinguida por su estilo para la ironía, el sarcasmo y la farsa) a la novela, también inserta en esa línea.

Era también reconocido como periodista de temas de literatura, publicados en varios espacios, especialmente en su columna del en ese momento prestigiado periódico Excélsior, cuando se fue a un rancho que la familia tenía en Guanajuato (Irapuato, para ser más precisos). Ahí estuvo tres años. La estancia en el espacio campirano familiar también fue consecuencia de otro hecho: la recomendación oficial de no producir su obra teatral “El atentado”, una recreación –a su estilo- del hecho que culminó con la muerte del general Álvaro Obregón a mano de un fanático religioso en un encuentro con diputados de Guanajuato. Ese suceso, afirmaba el escritor, “me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela”, pues de ahí saldría Relámpagos de agosto, publicada en 1963

Ese conflicto entre teatro y novela lo llevó a regresar al estado de Guanajuato. Llegó a la hacienda de San Roque, pegada a Irapuato, propiedad de herencia familiar y de ahí pasó a dar cursos a la Universidad de Guanajuato y convivir con los habitantes de una ciudad que se recuperaba de las ruinas postrevolucionarias.

Encontró en su estado natal al amor de sus últimos días: conoció a la artista plástica Joy Laville en 1965 en una librería en San Miguel de Allende, se hicieron amigos y se casaron en 1973, tras varios años de relación.

Esta breve alusión biográfica es sólo un punto de partida genérico para explorar una obra que ha sido extensamente comentada, criticada, analizada y festejada. Tras una etapa de reconciliación con el escritor, la gente de Guanajuato se apropió de él y no sólo dejó de ver el Cuévano inquisidor de Ibargüengoitia como un agravio: lo reivindicaron e hicieron propio.

Fue en “Estas ruinas que ves”, “Dos crímenes”, “Las muertas” y “Los pasos de López” donde Ibargüengoitia vuelve a sus raíces para solazarse con ellas. El crear nombres nuevos para escribir sobre lugares viejos tuvo sus consecuencias: convirtió a Cuévano, Pedrones, Muérdago, Rinconada, Ajetreo, Mezcala (estado y ciudad), San Pedro de las Corrientes, Concepción de Ruiz y demás, en un cosmos literario genérico y ambiguo. Hizo de un territorio específico e identificado un espacio universal, fruto de su creatividad y, para quien quiere disfrutar desde la imaginación, un relato de lo apócrifo tremendamente realista.

Jorge y Joy se casaron, se fueron a vivir a París y el 27 de noviembre partió de Madrid en el avión “Olafo” de Avianca y la aeronave cayó en la comunidad Mejorada del Campo, cerca de la capital española, en un lugar llamado, irónicamente, “El corral de Jorge”.

El regreso postmortem al terruño

Había pasado más de una década de la muerte del escritor y su obra cobraba cada vez mayor reconocimiento en el mundo literario mexicano. Guanajuato no sólo olvidaba los agravios de la sorna: los asumía paulatinamente como una suerte de piropo grosero, pero complaciente. En ese contexto, Jorge Ibargüengoitia regresaría a su tierra:

En 1997, en solemne ceremonia irreverente, en presencia de Laville, colocaron en una bala de cañón lo que las autoridades españolas y los directivos de la línea aérea dijeron que eran los restos del escritor. Fue lo enterraron junto a uno de los pasillos del parque del general Tarragona, perdón, Florencio Antillón.

Sin mayores aspavientos, le colocaron encima, a manera de lápida, la placa hecha con cerámica, obra del afamado ceramista local Javier Hernández “Capelo”. Argueta relata que Capelo hizo la base para el epígrafe: “Aquí descansa Jorge Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo, que luchó contra los franceses”, que era una patraña, pues el bisabuelo llegó a Puebla un día después de la batalla del 5 de mayo de 1862.

Fue una ceremonia íntima y casi informal, con una treintena de personas entre las que estuvieron algunos contemporáneos del escritor. Ahí estuvieron Francisco Arroyo, José Argueta, Carlos Olvera y Luis Felipe Luna Hernández, el presidente municipal, entre otros.

Dicen los biógrafos que ese jardín fue escenario de los juegos infantiles del escritor, pero también dicen que se lo llevaron de bebé a la capital del país. El caso es que, con el tiempo, se convirtió en el refugio de parejas cachondas y fumadores de mota.

Enfrente, del lado del Son 40 años y ahí está la “tumba” ignorada por autoridades y masa popular, con un recuerdo que compite con los 50 años de la muerte de otro guanajuatense: José Alfredo Jiménez.

Salud, Jorge, que las ruinas siguen ahí.

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