El jinete del cerro de Arandas: Leyenda de Irapuato

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Irapuato, Guanajuato.- En Irapuato, son muchas las leyendas que se cuentan, una de ellas es la de El jinete del cerro de Arandas, un alma en pena y sin descanso por el mal que hizo en vida, en busca de alguien que desentierre un tesoro para que su alma descanse por la eternidad.

La leyenda de El Jinete del cerro de Arandas fue publicada por Carlos Sánchez Herrera en su libro Fundación, Tradiciones y Leyendas consultado en el Archivo Histórico de la ciudad.

La leyenda dice así:

“Se cuenta que en las faldas del Cerro de Arandas, entre Arandas y los Sabinos, allá por los albores del siglo XX, habitaba un humilde matrimonio sin  hijos y cuyo varón era conocido simplemente como “el Tlacuache”, en razón a su actividad, ya que se dedicaba a subir muy de madrugada al cerro para bajar leña que convertía en carbón, unos arbustos conocidos como verlilla con el cual hacía escobas de vara y tierra para las macetas, de los cuales obtenían sus ingresos para más o menos “irla pasando”.

En aquellos años ni esperanzas que el Tlacuache pudiera hacerse de un reloj para conocer el tiempo, así que aplicaba los conocimientos heredados de su padre y su abuelo, y como buen campesino conocía los tiempos y sazones con sólo mirar el cielo y las estrellas.

Su reloj biológico lo despertaba siempre en punto de las cinco de la mañana, así que sólo se levantaba, hacía del cuerpo, se tomaba su café negro, preparaba su itacate y salía con rumbo del cerro de Arandas a buscar el sustento diario.

Pero esa mañana de frio intenso del mes de noviembre, se despertó mucho más temprano que de costumbre, tratando de no despertar a su mujer que dormía plácidamente sin sentir al hombre cuando se levantó de la cama. Salió rápido para no despertarla y por lo mismo no volteó a mirar el cielo para calcular la hora como era su costumbre, caminando rápidamente hacia las faldas del cerro de Arandas.

Ya había avanzado bastante camino cuando se le ocurrió mirar las estrellas, exclamando — ¡Chin…! a donde voy tan temprano caramba… Apenas han de ser como las cuatro de la mañana–. Ya no se quiso regresar mejor buscó un lugar cómodo entre los huizaches. Y se acurrucó esperando que avanzara un poco el alba.

Mal se había terminado de instalar cuando escuchó a lo lejos un rítmico galopar seguido de los relinchos de un caballo. — ¿Quién será a estas horas de la madrugada?… ha de ser gente de los Sabinos que también se levantó temprano—se decía a sí mismo.

Asomaba la cabeza a dirección al sonido del galopar del caballo cuando de pronto por su espalda escuchó una voz gutural que le preguntaba — ¿Quién es usted y qué hace aquí?–. Era un jinete vestido como chinaco, todo en cuero negro y montando un corcel más negro que la noche cuyos ojos rojos parecían brazas encendidas, el cual no dejaba de moverse nervioso bufando y mirando amenazador al pobre Tlacuache.

–Buenos días patrón, me dicen el Tlacuache, y estoy esperando a que amanezca un  poco más, voy al monte a traer un poco de leña, así me gano la vida vendiendo cargas de leña…– contestó hecho un manojo de nervios.

–Veo que tienes necesidad y quiero ayudarte…no te asustes… déjame decirte que yo ya no pertenezco a este mundo de los vivos…soy un anima en pena debido a mis actos en vida, Dios no me permite descansar–.

En ese momento, el Tlacuache sintió como que se le erizaban los cabellos, su corazón aceleró su ritmo y sentía que se le salía el pecho.

–Yo en vida… no fui un buen hombre… tenía una posada aquí en el pueblo, sobre este camino donde pasaban los arrieros, algunos de ellos cuando ya venían de regreso y les agarraba la noche se hospedaban en mi posada, era así como yo me daba cuenta quienes llevaban buenos centavos, oro o plata… así cuando ellos se marchaban, yo y otros los esperábamos adelante y los robábamos… fue así como yo hice mi fortuna, pero a pesar de tener una vida cómoda fue un avaro, nunca ayudé a nadie, ni siquiera daba mi cooperación para las fiestas del pueblo y como no tenía confianza en nadie, los centavos los vine a enterrar ahí…– y señaló un punto atrás del Tlacuache cuyo pánico le impidió voltear a ver el sitio.

La sola idea de saber que se encontraba ante un anima en pena, le había paralizado por completo, y aunque quería salir corriendo despavorido su cuerpo no le respondía en lo absoluto.

–Desgraciadamente para mí, morí en uno de los asaltos, pues en cierta ocasión nos sorprendió uno de los arrieros que llevaba un arma escondida y me dio muerte… como verás morí sin disfrutar de todos los centavos y el oro que acumulé durante año…y ahí están todavía, son seis barriles llenos… y serán tuyos, sólo quiero ponerte unas condiciones… tienes que utilizar pate de ese dinero para ayudar a gente necesitada, mandar a hacer varias misas por el eterno descanso de mi alma… y lo demás será tuyo… hay bastante para ti. Por último para poder acceder a este tesoro, tendrás que entregármela vida de un familiar tuyo a cambio y sacarás el tesoro que hay ahí…– indicándole el lugar con una de sus manos descarnadas.

En ese momento el Tlacuache miró hacia donde le apuntaba el difunto, observando un pequeña flama verdeazulada que salía de entre unas piedras y cuando regresó la vista hacia el jinete, éste había desaparecido…el terror se apoderó de él, tanto que ya no fue al monte, echó a correr lo más rápido que pudo y se regresó a su choza, sintiendo un terrible espanto en su alma.

Llegando a su casa le contó lo sucedido a su mujer quien muerta de miedo atrancó la puerta y durante todo el resto del día ninguno de los dos salió de la humilde choza.

Desde ese momento el Tlacuache no pudo encontrar la calma, siempre que se acercaba la noche pensaba que la aparición se le iba a presentar nuevamente, exigiéndole cumplir con su petición; pues no tuvo el valor suficiente para llevar a cabo lo que le había pedido… Así pasaron algunos meses, el Tlacuache nunca superó esto, pues desde ese día se enfermó, la gente decía que le habían robado el espíritu, esto lo llevó a la tumba, pues tiempo después murió, dejando una esposa sola… y en la miseria.

Aun en estos días, hay quienes juran haber visto el jinete siniestro merodeando a altas horas de la madrugada buscando quien le haga el favor de desenterrar el tesoro con las condiciones pactadas…”

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